El arte de enseñar y de aprender

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A la educación se le concibe usualmente como uno de los instrumentos más poderosos para mejorar el bienestar de las personas. Y los argumentos para ello suelen ser los siguientes: la educación permite que la gente desarrolle sus habilidades, destrezas y capacidades; contribuye a que los seres humanos participen activa y conscientemente en el mejoramiento de su entorno familiar, comunitario y social; cuando las personas cuentan con más y mejor educación, aumentan las posibilidades de llevar una vida prolongada, saludable y de buena calidad; finalmente, se argumenta que la educación es un factor que influye en la reducción de la pobreza y la exclusión social, así como en la construcción de sociedades más democráticas, tolerantes, estables y pacíficas.

Concedido este grado de importancia a la educación, se sigue naturalmente de ello que el Estado no puede dejarla a la demanda privada y a una fuente comercializada de oferta, sino que tiene que proveer los medios necesarios para que los ciudadanos reciban efectivamente la preparación que necesitan. En El Salvador, por ejemplo, ahora mismo los esfuerzos en materia educativa se concentran en alcanzar para el año 2015 al menos las tres metas correspondientes a los Objetivos de Desarrollo del Milenio: educación primaria universal, el 100% de alfabetización de las personas de entre 15 y 24 años, y que el 100% de estudiantes que inician el primer grado alcancen el quinto grado de educación básica. Qué duda cabe que enfrentar estos aspectos, así como los relacionados con la calidad de la educación, son una necesidad prioritaria.

Ahora bien, reconociendo la importancia de esas áreas, hay otros temas esenciales del quehacer educativo que suelen estar ocultos por lo urgente o lo pragmático. Uno de ellos es el significado de aprender y enseñar. Una parte sustancial de la calidad educativa tiene que ver con el modo en se realizan ambos procesos. Un valioso enfoque sobre el método para enseñar y aprender lo ofrece la tradición educativa de la Compañía de Jesús. Según la pedagogía jesuítica, el método didáctico debe provocar una actitud activa e interactiva entre docentes y estudiantes.

En un primer momento, la maestra o el maestro hacen interesantes "sus intereses" (prelección), es decir, presentan cuidadosa, creativa y brevemente la temática que deberá estudiarse. En segundo lugar, se produce la intervención del alumno con su trabajo personal sobre el material orientado y entregado por el educador (comprensión y juicio personal sobre un tema). En tercer lugar, se da la acción conjunta entre educador y estudiante en el plano de la aplicación práctica del conocimiento, de cara a asimilar, profundizar y dominar lo que se ha propuesto como objeto de estudio. Estos son los pasos del arte de enseñar y se complementan con unas técnicas instrumentales de aprendizaje (el arte de aprender) que son preponderantemente responsabilidad del alumnado: primero, saber escuchar, contestar, discernir y discutir; segundo, saber preguntar y consultar; tercero, saber tomar notas o apuntes; cuarto, saber preleer la lección y leer libros; quinto, saber expresarse en público; y sexto, saber estructurar y redactar textos.

En la tradición ignaciana, educar es provocar, acompañar, estimular y evaluar unos procesos personales que parten de la propia identidad del hombre o la mujer. La propuesta pedagógica ignaciana no es propiamente una metodología, sino una pedagogía (conjunto de procesos) que permite capacitar y preparar al estudiante en los conocimientos necesarios para su crecimiento humano y su vida en la sociedad. De ahí que el objetivo fundamental de la pedagogía ignaciana sea ayudar a formar hombres y mujeres para los demás y con los demás. En este sentido, y hablando de la educación universitaria, el superior general de los jesuitas, Adolfo Nicolás, recuerda en uno de sus escritos cuatro características de la persona humana íntegra e integral, a partir de cuatro cualidades que empiezan con la letra c: consciente, competente, compasiva y comprometida. Consciente de sí misma y del mundo en el que vive, con sus dramas, pero también con sus gozos y esperanzas. Competente para afrontar los problemas técnicos, sociales y humanos. Compasiva para dejarse afectar por el sufrimiento de los demás. Comprometida con la causa de la justicia y de los valores fundamentales que nos hacen más humanos. En pocas palabras, se trata de una calidad educativa que genera calidad humana.

En suma, el arte de enseñar y aprender en la pedagogía ignaciana implica ver la realidad en su contexto social y personal (no busca un conocimiento aislado y estático); incorporar toda la experiencia humana en el proceso de aprender y educarse (pensamientos, sentimientos, intereses, motivaciones, etc.); enseñar a pensar (analizar críticamente la realidad); buscar la unificación entre teoría y práctica, con especial énfasis en la acción orientada al compromiso con los excluidos de la sociedad; y buscar la excelencia (enseña a hacer las cosas correctas y bien hechas). Esto último implica el elemento crítico y objetivo del proceso de aprendizaje.

Vigilemos para que los objetivos más o menos inmediatos y pragmáticos que hoy se trazan los Gobiernos en materia educativa no pierdan de vista la finalidad humanista de la educación: sacar la mejor calidad humana de sus habitantes, esto es, saber aprender (extender el aprendizaje durante toda la vida); saber hacer (adquirir competencias para hacer frente a las diversas situaciones); saber ser (tener identidad responsable y autónoma); y saber convivir (en solidaridad y cordialidad).

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Anónimo
21/06/2012
07:01 am
Excelente artículo, este es un tema que se impone tener en cuenta en nuestra universidad para incidir en la formación de los futuros profesionales.
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