La subcontratación de la gigantesca cárcel modelo es una idea peregrina. El mensajero de Trump la recibió con entusiasmo, pero rápidamente retrocedió, al advertir problemas de competencia y jurisdicción. Trump es tan imperial como Bukele, pero, a diferencia de este, sus despropósitos están sujetos a controles legislativos y judiciales. La ristra de órdenes ejecutivas da la impresión de que el estadounidense puede hacer su voluntad, pero no es así. En este punto, la diferencia entre ambos es grande.
El negocio no lo es todo. Aun cuando la tarifa por recluso “en el mejor sistema penitenciario del mundo” sea muy inferior a la de Estados Unidos, es descabellado encerrar a sus propios ciudadanos en un territorio extranjero como El Salvador, donde ni las autoridades estadounidenses, ni las salvadoreñas tendrían jurisdicción legal sobre ellos, donde el régimen carcelario violenta sistemáticamente los derechos de los detenidos, donde el inglés no es idioma común —excepto entre las élites— y donde los estadounidenses estarían bajo las órdenes de un funcionario de Bukele a quien Washington ha sancionado por corrupción. Bukele no suele detenerse un momento a considerar las consecuencias de sus ocurrencias. En esto es como Trump que, repentinamente y sin motivo claro, suelta estupideces.
Existe, sin embargo, una posibilidad que puede complacer a los dos mandatarios. Si Bukele cede a Estados Unidos la soberanía de una porción del territorio nacional, Trump puede construir en ella una cárcel, resguardada por personal militar estadounidense, al estilo de Guantánamo. La inconstitucionalidad de la cesión no es impedimento para alguien que gobierna dictatorialmente. Tampoco el nacionalismo, que es inexistente. La rentabilidad económica está por encima de cualquier otra consideración. Si Trump y Bukele convienen en crear una colonia, la compensación económica debiera ser elevada, dada la magnitud de la concesión.
El ofrecimiento de Bukele no buscaba solo congraciarse con Trump, sino también hacer un negocio redondo. La crisis económica que atraviesa a la dictadura incluye al sistema carcelario, que, pese a promocionarse como el mejor del mundo, financieramente no es viable. La subcontratación, en palabras del propio Bukele, es “significativa para nosotros y haría sostenible todo nuestro sistema penitenciario”. Su vocera en Washington agregó que el negocio daría “un respiro” fiscal que redundaría en beneficio de la educación y la salud. En conclusión, el sistema carcelario con la mayor tasa de presidiarios del mundo, 1,659 por cien mil habitantes, no es sostenible a mediano y largo plazo. La seguridad pública de Bukele, el logro más admirado, se tambalea sacudido por una deuda pública superior al 90 por ciento del PIB del año pasado y por un crecimiento económico cada vez más lento.
De momento, Trump recompensará “los tremendos niveles de cooperación” de Bukele impulsando la energía nuclear pacífica para bajar los costos de la minería bitcoin. No es claro si Washington colaborará con Moscú, con el que El Salvador ya tiene un acuerdo similar, o si Bukele lo repudiará para quedarse con el de Trump. La claridad no es lo suyo. Tampoco es claro de dónde sacará el personal especializado para desarrollar semejante empresa.
A diferencia de El Salvador, Guatemala consiguió asistencia técnica y financiera, incluso ingenieros del ejército estadounidense, para desarrollar su infraestructura, incluidos dos puertos marítimos, a cambio de aceptar a los deportados guatemaltecos. Costa Rica logró apoyo en ciberseguridad, migración y narcotráfico. El contraste es grotesco.
Las imágenes de “los encuentros cercanos” entre el mensajero de Trump y Bukele y sus funcionarios no consiguieron esconder el absurdo de los intercambios. No era fácil conseguirlo. La estupidez y la incompetencia son atrevidas. Ninguna es consciente de sus desvaríos. Las dos se tienen por sabias y competentes. Sus obras se mueven al ritmo de la popularidad. Están convencidas de tener todas las respuestas. Los argumentos razonables no cuentan. Las pruebas en contra tampoco. Los datos son irrelevantes. Las dos se deleitan en el desgobierno. Si tratan de inducirlas a la racionalidad, se irritan y reaccionan agresivamente.
Iluminar el desgobierno desde la razón es casi imposible. Solo retrocede cuando la popularidad tiende a descender. Entonces, abandona la causa del retroceso sin mayor reparo y busca otro tema con potencial para revertir esa tendencia. Sin embargo, no todo está perdido. La estupidez y la incompetencia son buenas por el caos que crean. Entre más caótico el desgobierno, mejor. Tal vez es lo único que puede despertar a la sociedad de su profundo sueño de insensatez e inhumanidad. A pesar de ello, la indiferencia siempre es peligrosa, pero los reclamos, las protestas y los gritos de la hora actual pueden despabilar a las fuerzas sociales adormecidas.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.