La comparación de Trump con Bukele que hacen los congresistas estadounidenses en la carta que le dirigen no es arbitraria. Saben muy bien, dicen en dicha carta, “qué puede pasar cuando líderes políticos responden a signos de violencia con mensajes que promueven el caos, la desinformación, la división y el miedo”. Una referencia directa al asalto del Capitolio por las huestes de Trump, quien desde una red social había identificado el Capitolio como “nuestro objetivo”. Los alborotadores pensaron estar ante una oportunidad única para castigar a “los miembros corruptos del Congreso, encerrados en una habitación y rodeados de estadounidenses reales”, es decir, ellos. Más allá de las reminiscencias de la toma del Salón Azul salvadoreño y de la cruzada presidencial contra los diputados “corruptos”, la conducta de Trump es un espejo que refleja la imagen de Bukele. Se parecen más de lo que pueda pensarse a primera vista.
Trump mintió a un ritmo desconocido. La mayoría de sus mentiras eran pequeñas, pero con efecto acumulativo. Al aceptarlas, sus seguidores aceptaron su autoridad personal. Al creerlas, renegaron de la realidad. Establecida su autoridad personal, Trump descalificó a todos los demás como mentirosos. Podía convertir a un consejero de confianza en un deshonesto sinvergüenza con un solo tuit. Y al revés, podía transformar a un delincuente de cuello blanco en un ciudadano honrado y ejemplar con otro tuit. Algunas de sus mentiras eran medianas y otras grandes.
La más grande fue el presunto fraude electoral. La fuerza de estas mentiras estriba en que delimitan la frontera de lo que debe ser creído y lo que no. La mentira de Trump sobre las elecciones no necesitaba verificación, solo aceptación. No se sustentaba en hechos, sino en que alguien más lo había afirmado. El corrupto es tal porque así lo siento y porque sé que otros sienten lo mismo. Una vez creídas las primeras mentiras, el mentiroso se siente compelido a repetirlas.
El asalto al Capitolio no fue un impetuoso arranque de los seguidores de Trump, sino una acción cultivada cuidadosa y sistemáticamente por los tuits presidenciales y su contenido mentiroso. La inexorabilidad de la derrota electoral envalentonó a los supremacistas blancos que asaltaron el Capitolio. La teoría de la conspiración convirtió a Trump en víctima de las fuerzas del mal, que resiste heroicamente sus embestidas. En realidad, no es más que una construcción fantasiosa. El líder batalla contra molinos de viento, que se le antojan gigantes perversos.
La mentira sistemática desgasta a la sociedad y a la institucionalidad, al mismo tiempo que legitima la ficción. Trump se constituyó en la única fuente autorizada de verdad, difamó con la difusión de “noticias falsas” y trató al pensamiento crítico, en particular, a la prensa, como “enemigo del pueblo”. Sustituyó la realidad por la distracción y los hechos por la fe ciega. Si se renuncia a los hechos, el poder se entrega al ambicioso para que elabore el espectáculo y distraiga. Si se descuida la realidad, se queda a merced de la abstracción y la fantasía del más poderoso.
En la época de Trump y Bukele, la noticia no interesa, sino el mensaje de las redes sociales. Si otros lo dicen, es verdad. El mensaje estimula la descarga de adrenalina y complace. Entonces, el sentir no se distingue de la realidad. Pero eso es lo de menos, porque se trata de sentir. Hace falta mucha racionalidad y sensatez para resistir la poderosa tentación de pensar que las creencias propias y las de los otros que creen igual se ajustan a la realidad.
Líderes como Trump carecen de ideología. Solo cuentan ellos mismos o lo que sus admiradores proyectan en ellos. Su liderazgo inspira devoción e invita al culto. Trump se opuso a la institucionalidad porque esta limitaba su poder personal. Bukele lo hace por el mismo motivo. A estos líderes no les preocupa el colapso del sistema democrático, sino la realización de sus quimeras. Juegan con el sistema para dar rienda suelta a las demandas de un ego insaciable. Trump intentó quebrar la institucionalidad, pero fracasó. No pudo imponer la idea del fraude electoral, una de sus mayores mentiras. Ciertamente, la más importante para él, porque se jugaba su derrota. Y un líder como él nunca pierde, aunque pierda. Tampoco pudo hacer prevalecer la otra gran mentira, asociada a la anterior: la creación de un espacio donde sus seguidores vivieran felices. Se quedó corto.
La imagen de Bukele proyectada en el espejo de Trump es nítida, convincente y, hasta cierto punto, útil, porque es más fácil descubrir en otro la realidad propia, incluido el alegato anticipado del fraude electoral. Alegar fraude justificaría ante sus seguidores un fracaso en las urnas. Pero, por otro lado, es desconcertante, porque desacredita el sistema que puede legitimar su control de la legislatura y las alcaldías. Cuestión abierta es si las mentiras de Bukele tendrán el mismo destino que las de Trump.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.