La cruz es uno de los cuatro pilares de la identidad cristiana; los otros tres son la encarnación, la misión y la resurrección. Un cristianismo que eluda cualquiera de estos aspectos es un cristianismo mutilado y ajeno a quien ha marcado el carácter del movimiento cristiano: Jesús de Nazareth. Los relatos de los Evangelios dan centralidad a la muerte de Jesús en la cruz, considerada en la época como la ejecución más terrible y temida. ¿Cómo vivió Jesús los momentos de su crucifixión? ¿Esa crucifixión fue la voluntad de Dios o la decisión de unas autoridades concretas? ¿Qué importancia tiene la memoria de la cruz para la vida humana y cristiana? José Antonio Pagola, en su libro sobre el Evangelio de Marcos, nos da unas pistas para responder a estas preguntas.
En primer lugar, Pagola afirma que los primeros cristianos nunca olvidaron el grito final de Jesús en la cruz: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Ese grito, afirma Pagola, no era solo el grito último de un moribundo, era también de indignación y protesta, y, al mismo tiempo, de esperanza. La razón de ello es que en el amor impotente del Crucificado está Dios mismo, identificado con todos los que sufren y gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos. De allí que, según este teólogo, para adorar el misterio de un Dios crucificado no basta celebrar la Semana Santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos con ellos un poco más.
En segundo lugar, Pagola enfatiza que no es Dios quien provoca la crucifixión. Es decir, no es algo que el Padre desata para que quede resguardado su honor —como afirma la teología del sacrificio expiatorio—, sino un crimen injusto que los hombres cometen. En otras palabras, si Cristo muere en la cruz no es porque así lo exige Dios que busca una víctima, sino porque se mantiene firme en su amor infinito a los seres humanos, incluso cuando estos matan a su Hijo amado. El relato de los Hechos de los Apóstoles deja claro quién resucita y quién asesina: "El Dios de nuestros padres ha resucitado a Jesús, a quien ustedes ejecutaron colgándolo de un madero" (He 5, 30). La conclusión es obvia: no es Dios el que busca la muerte y destrucción de alguien, menos la de Jesús; son los seres humanos los que destruyen y matan, incluso al Hijo de Dios.
Finalmente, Pagola señala la necesidad de plantar de nuevo en el centro del cristianismo la cruz, "memoria" conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de todos los que sufren de manera inocente e injusta. Para nuestro teólogo, es una necesidad urgente por cuanto ahora mismo predomina el culto a lo virtual y se desvanece la capacidad de percibir la realidad doliente del entorno; sin dejar de mencionar la tentación de un tipo de religión con demasiado júbilo y poco duelo con los que sufren, con demasiado consuelo y poca hambre de justicia para todos. Necesitamos, pues, oír el grito del crucificado y levantar nuestra mirada hacia él para no olvidar a los hombres y mujeres, niños y ancianos, pobres y excluidos, que hoy son víctimas del sufrimiento causado por personas y estructuras sociales. Monseñor Romero lo ponía en los siguientes términos: "Cuando la Iglesia oye el clamor de los oprimidos, no puede menos que denunciar las formaciones sociales que causan y perpetúan la miseria de la que surge ese clamor" (Segunda Carta Pastoral, 1977). Que el grito del crucificado nos lleve ahora a escuchar los clamores de los pobres, interiorizarlos y dejarnos afectar por ellos para reaccionar con misericordia y con indignación profética; actitudes fundamentales para humanizarnos y contribuir a humanizar nuestro mundo.