Desde hace tiempos se percibe que la democracia se ha estancado en El Salvador. No avanza. Está bloqueada. Vivimos en un marco de democracia —lo que no es poca cosa—, pero sin democratización. Para visualizar mejor el problema, nada mejor que tomar perspectiva histórica; para observar la evolución general del proceso y constatar en qué punto del mismo nos encontramos; para captar las tendencias y analizar los factores de bloqueo.
Han pasado 17 años desde que se firmó el Acuerdo de Paz. Éste constituye un parteaguas histórico no sólo para la paz, sino también para la democracia. Comparar el período que acabamos de transitar con los 17 años anteriores a 1992 resulta iluminador.
En 1974 era asesinado un diputado de la Unión Nacional Opositora (UNO), Rafael Aguiñada Carranza. Este crimen político señalaba con rotundidad el cierre definitivo de los espacios a la oposición legal en el país. La dictadura militar endurecía su represión y truncaba el débil proceso de apertura política ensayado en la década anterior.
Los 17 años siguientes, hasta enero de 1992, representan una etapa del proceso histórico salvadoreño. Es el difícil, sangriento, doloroso parto de la democracia. El nacimiento de lo nuevo exigía la muerte de lo viejo, arrancar de raíz esa mala hierba e impedir que volviera a retoñar. Pero extirpar la dictadura no iba a ser fácil.
El régimen se decantaba por una estrategia de terrorismo de Estado. La sangrienta represión arrastraba a una espiral de violencia política. Las masacres eran en el campo cada vez más frecuentes, más brutal la represión de las luchas obreras, la reacción contra el movimiento estudiantil más feroz, la persecución a la iglesia popular más intensa, más audaces las acciones de la guerrilla y del movimiento popular. La dictadura empujaba el país al abismo.
El fraude en las elecciones presidenciales de 1977 confirmaba esa pendiente. Hasta que el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 le puso fin al régimen. La proclama de la Juventud Militar Democrática planteaba reformas en dirección a la democratización, pero llegaba tarde para impedir que la guerra civil estallara con toda su fuerza.
No obstante, la misma lógica de la guerra, su intensificación, la necesidad de utilizar la política para intentar ganarla, abrieron espacio a una democratización que había sido imposible antes. No hubo en El Salvador de los ochenta —en contra de ciertas interpretaciones interesadas de la derecha— una verdadera democracia. Pero sí hubo democratización. Ésta se hace visible en la secuencia de una serie de hechos políticos.
Elecciones en 1982: muy fraudulentas. En medio de la guerra, el Ejército se encargaba de dar seguridad y de trasladar las urnas. En muchos casos, también se encargaba de anular papeletas de votación o de destruirlas, o de rellenar las urnas con votos falsificados. Pero los partidos contendientes aceptaban los resultados oficiales y se conformaba así una Asamblea Constituyente.
Estados Unidos vetaba que Arena, con el apoyo del PCN, se hiciera con la presidencia de la República. El nuevo Presidente era nombrado a propuesta de la Fuerza Armada. Éste impulsaba el Pacto de Apaneca, logrando acercar posiciones de los partidos legales para dotar de un mínimo consenso a la política contrainsurgente.
Diciembre de 1983: la Asamblea Constituyente, presidida por el líder y fundador de Arena, Roberto D’Aubuisson, culminaba su trabajo y entregaba al país una nueva Constitución. La situación de gobernar por decreto, desde el gobierno de facto surgido del golpe de 1979, era superada para avanzar a la forma de gobierno constitucional.
Marzo de 1984: elecciones presidenciales. Éstas son planteadas como arma política para aislar y deslegitimar a la guerrilla. Por ello se agrandaron las cifras de votos de todos los partidos contendientes para presentar una abultada participación electoral. Pero los porcentajes que obtuvo cada partido fueron respetados. Resultaba electo el demócrata cristiano Napoleón Duarte. Éste pudo presumir de ser el primer presidente civil electo democráticamente desde Arturo Araujo, en 1931.
Marzo 1985: el PDC, siempre asesorado y generosamente financiado por Estados Unidos, repetía triunfo en las municipales y legislativas. La derecha se quejaba de la "aplanadora verde" antidemocrática. El PDC imponía su mayoría absoluta en la Asamblea, devaluando el debate legislativo al no necesitar pactar nada con la oposición. Era una dictadura democrática, resultado del arrollador triunfo del PDC.
Esta situación cambiaría en 1988: la oposición lograba recuperar su mayoría en la Asamblea Legislativa, siendo reconocida su victoria. La nueva tendencia, en buena medida efecto del desgaste del PDC en el Gobierno, se repetía en 1989. Arena se imponía en la presidencial. Su candidato ahora era un civil, director de Fusades, empresario y cafetalero, del estrecho círculo de familias millonarias.
Subía Cristiani a la presidencia y Arena formaba Gobierno. Antes, nunca se había permitido la alternancia, con la única excepción de Pío Romero Bosque que reconoció el triunfo de Araujo en 1931. El PDC aceptaba en 1989 su derrota y se concretaba la alternancia.
En conclusión: desde que fue derribada la dictadura militar en 1979, ha habido democratización, pero no democracia real. Ha sido éste un período de democratización sin democracia.
Para tener democracia hacía falta incluir a la verdadera oposición: la izquierda levantada en armas; para que participara todo el espectro de las fuerzas políticas realmente existentes; para que el conjunto de la población pudiera sentirse representada. Sin la izquierda, no había democracia, había sólo "fachada democrática", como dijo Ellacuría.
No era sólo cuestión de voluntad política del FMLN. Para lograr su incorporación era imprescindible cambiar las reglas del juego, y dar garantías reales de no persecución y de igualdad de condiciones. A ello se dedicó buena parte de la negociación. Para abrirla hizo falta el esfuerzo extraordinario de la ofensiva insurgente en noviembre de 1989, que logró cambiar la correlación de fuerzas. Para ser solución definitiva de la guerra, para garantizar la paz "estable y duradera" que exigía la comunidad internacional y el propio pueblo salvadoreño, había que negociar y consensuar las bases para la real democracia. El propio presidente Cristiani lo reconoció en el acto de la firma de los Acuerdos: en realidad, no había habido democracia en el país; ésta fue la principal causa de la guerra.
A partir de enero de 1992, se cierra el capítulo anterior: además de la paz, se logra instaurar un nuevo régimen, la democracia. La guerra civil, por atroz y terrible que haya sido, no fue en absoluto inútil: representó el alumbramiento y la posibilitación de la democracia en el país, por primera vez en la historia.
Las fuerzas que en su momento legítimamente se alzaron en armas contra el terrorismo de Estado y la injusticia estructural han sido motor fundamental del cambio en El Salvador. Propiciaron —incluso si éste no fue el objetivo o propósito que buscaban inicialmente— la conquista de la democracia. Constituye ésta la mayor revolución política acontecida en el país desde el siglo XIX, cuando la nación salvadoreña consiguió su independencia.
Sin embargo, abierta la etapa de la democracia, el mayor problema en estos 17 años transcurridos es el poco desarrollo de la misma. Está el país en situación de bloqueo: hay democracia sin democratización. Si las ruedas dejan de moverse, cuesta mantenerse sobre la bicicleta. Esto le está pasando a la nación, encaramada a una democracia que se frenó.
Conquistada en 1992 la democracia, conseguida esa transformación revolucionaria, concluía la etapa de la revolución y se abría el proceso a otra época, la de la reforma. Con ella, vinieron las necesarias y complicadas transformaciones internas de la propia fuerza política que propició dicha transición. Hasta cierto punto, esta fuerza política es víctima de su propio éxito.
La izquierda ha debido evolucionar para adaptarse a lo que marca el signo de los tiempos: la reforma. Esta etapa arrancó con las reformas a la Constitución plasmadas en los Acuerdos de Paz. Es esta una vía diferente que implica para la izquierda cambios de concepción. Se transforman los medios, y esto viene a alterar de alguna manera los fines. Ha requerido tiempo, discusión y análisis asimilar el nuevo escenario y efectuar los reacomodos de pensamiento y estrategia.
Por más de una década, el FMLN ha estado más concentrado en sus propios problemas internos que en perfilarse como alternativa real a los sucesivos Gobiernos areneros. Hoy por fin aparece internamente cohesionado, con un programa de gobierno sensato y viable, con una oferta electoral atractiva. En especial, por el acierto en la escogitación del candidato a Presidente. Hasta este momento, el Frente había sido factor de bloqueo histórico por su propia incapacidad para preparar la alternancia.
El otro factor de bloqueo, el principal, proviene de la derecha. Ésta se ha adaptado, no sin dificultades, a la democracia. Ganó confianza en la medida que aprendió a ganar en la competencia eleccionaria. Pero no ha aprendido a perder, como muestra su comportamiento histérico ante tal posibilidad. Saber perder ha de ser la prueba definitiva de su conversión a las convicciones democráticas. La derecha nunca fue en el pasado una derecha democrática. En el presente todavía tiene que demostrarlo. Es la derecha, no su adversario, el verdadero elemento de incertidumbre y de inestabilidad, en caso de darse su derrota.
Mientras ha estado en el poder, a lo largo de veinte años, lo ha usado mal. No ha demostrado tener una visión estratégica sobre la posible vía al desarrollo para el país. Ha cambiado de modelo económico una y otra vez. Después de ser dominado por la oligarquía cafetalera, el modelo pasó a depender del gran capital financiero, una vez repartida la banca reprivatizada entre una argolla de poder económico.
Pero en lugar de concentrar esos recursos en relanzar la producción, según un modelo de exportaciones no tradicionales, pronto se desvió a fomentar lo contrario, las importaciones, en un modelo consumista al servicio del capital comercial. Planteó las zonas francas como el eje productivo y exportador, pero las inversiones en maquila han sido sólo algo accesorio, para crear empleo precario y mal remunerado. Culminó su apuesta por un modelo consumista y de servicios cuando impuso, de manera tramposa e inconstitucional, la dolarización.
Al final lo que se produjo fue la emigración masiva, la expulsión de la población, a la que la economía nacional no ofrece alternativas. Lo que exporta el modelo son salvadoreños. Es un fiasco que la derecha ha querido hacer pasar por una virtud: el país vive de las remesas que más de dos millones de compatriotas, expulsados de su patria, envían a sus familias empobrecidas. Es la base del consumismo que alimenta a una economía de ficción, que gasta más de lo que produce.
Se acompaña el modelo con todo un patrón de corrupción estatal, de licitaciones amañadas, de contratos espurios, de evasión y de elusión fiscal. Gobierno tras Gobierno han venido endeudando al país hasta poner en riesgo su viabilidad financiera. Gasto estatal desenfrenado y política populista de subsidios generalizados se financian con nuevos préstamos. La derecha proclama el nacionalismo, pero es ella la que privatizó instituciones y empresas estatales. Después ha vendido las empresas salvadoreñas y, finalmente, los bancos.
Además, ha tolerado y promovido la antidemocrática práctica del irrespeto generalizado a los derechos laborales, de violación a los derechos de los consumidores, de destrucción medioambiental. Ahora amenaza otorgar concesiones a empresas mineras que envenenarán el agua y el suelo, que pueden dañar irreversiblemente el medioambiente.
La derecha, que en todas partes enarbola las banderas de ley y orden, aquí es la principal violadora del derecho y la culpable del desorden que impera por doquier. Para el gran capital resulta peligroso y "subversivo" algo tan simple como que los empresarios paguen sus impuestos y las cuotas a la seguridad social de sus empleados, que todos se sometan a las leyes vigentes, que haya transparencia en los contratos y las licitaciones. Hacer respetar la ley y poner orden se ha vuelto central en la propuesta de la izquierda opositora. Es así de simple: no puede haber Estado de derecho mientras se entienda por "sistema de libertades" el que algunos estén por encima de la ley.
La crisis de inseguridad ciudadana es la mayor muestra del fracaso del Estado. Nada puede ser enderezado si no se supera tan crítica situación. Los funcionarios responsables de esta área resultan ser, paradójicamente, los más poderosos en el partido oficial y de donde proviene su candidato, ex jefe de la Policía Nacional Civil.
La derecha es la que mantiene bloqueadas reformas indispensables a la democratización de la democracia: permitir el voto en el exterior, el voto domiciliar, la presentación de candidaturas independientes, la ley de partidos políticos que incluya regular su financiación, la ley de acceso a la información oficial o impulsar la despartidarización del Tribunal Supremo Electoral, de la Corte de Cuentas, la Procuraduría, la Fiscalía, la PNC o la misma Corte Suprema de Justicia.
La derecha dice del Frente que buscará perpetuarse en el poder, y pone de ejemplo a Hugo Chávez, cuando es Arena la que quiere seguir en él. Acusa al FMLN de ser amigo de Daniel Ortega, autor de oscuros pactos políticos, cuando es Arena la que hace arreglos turbios con el PCN y el PDC. Dice que el Frente está en contra de los valores cristianos cuando es Arena quien mantiene impunes crímenes como el de monseñor Romero y los jesuitas, entre muchos otros.
El partido en el Gobierno ha recurrido en esta campaña electoral a todos los resortes, incluidos los ilegítimos y los ilegales, hasta los más absurdos y delirantes, para intentar frenar el auge y ascenso de la fuerza del cambio. Ha tenido que construir su propio discurso alrededor de la palabra "cambio" sabedor de que, en los tiempos que corren, nadie iba a comprar la continuidad. Pero resulta escasamente creíble.
La gente se pregunta: "¿por qué, estando en el poder, no han hecho eso que ahora prometen?", "¿cómo van a financiarlo?", "¿cómo piensan regalar casas, hacer obras de infraestructura, abrir fuentes de trabajo, mejorar los ingresos?". El presidente Saca hizo su campaña con el lema "país seguro", pero los resultados de su mandato lo desmienten de manera categórica. Rodrigo Ávila, uno de los responsables de ese fracaso, promete ahora "más empleos, mejores ingresos". ¿Por qué habría que creerle? Pide votar "con sabiduría", pero su campaña es muy poco reflexiva; al revés, es una campaña emotiva y mentirosa.
Tal vez el Frente no consiga en esta ocasión imponerse. O tal vez sí. Pero es seguro que, como mínimo, ha forzado la unión de toda la derecha, incluida la que se disfrazaba de izquierda, ante la posibilidad cierta de perder el Ejecutivo. ¿Dónde quedan ahora los argumentos sobre la necesidad de preservar el pluralismo, que en su momento se dieron para mantener con vida a partidos de la derecha condenados por ley a desaparecer? También se vienen abajo los discursos contra la polarización, ahora que todas las fuerzas del centro decidieron no participar o retirarse de la contienda. La tendencia a la fortaleza y al avance de la alternativa que representa la izquierda parece haberse consolidado, incluso si no lograse ahora imponer la alternancia.
Un Gobierno del Frente puede resultar para muchos una incógnita; en cambio, otro Gobierno de Arena no lo sería porque es previsible, demasiado previsible. Seguiría el bloqueo de la democratización, el bloqueo del país y el bloqueo de las mayorías populares, excluidas y marginadas ya desde antes de que llegase la crisis mundial que amenaza ahora con golpear fuertemente la nación. Ésta necesita cambiar de rumbo y entrar decididamente a otra etapa histórica. A la de democracia con democratización.