La semana pasada, participaron como testigos en el juicio por la masacre en El Mozote las antropólogas argentinas que trabajaron en la recuperación de esqueletos. Los abogados de los militares procesados creyeron que podrían manipular a estas profesionales con interrogatorios agresivos, copiados de películas estadounidenses sobre juicios. Pero se encontraron con unas testigos profesionales, científicas de la medicina forense, formadas con la cooperación de Clyde Snow, maestro de maestros que puso la medicina forense al servicio de los derechos humanos. Y cada pregunta que hacían los abogados, tratando de confundir y sacar provecho para su tesis de que El Mozote era un cementerio, se topaba con una respuesta que reafirmaba lo que las víctimas han repetido sistemáticamente: lo que ocurrió en El Mozote fue una masacre de grandes proporciones, muy semejante a las que durante la Segunda Guerra Mundial se derivaron de las políticas de exterminio de los nazis.
Si queremos reconstruir un país con heridas tan terribles sobre valores democráticos básicos, y especialmente sobre la igual dignidad de todas las personas, El Mozote debe ser símbolo y estímulo. Los militares, encerrados en un falso orgullo que los hace incapaces de reconocer lo obvio, deberían ser los primeros en pedir perdón por tal atrocidad. Y por supuesto eliminar la figura del teniente coronel Monterrosa del museo del Ejército, así como su nombre de la tercera brigada de infantería. Dirigir el batallón Atlacatl no debe considerarse un honor castrense, pues ese grupo de reacción inmediata participó en otras masacres además de la de El Mozote, como la de El Calabozo y la de Copayo. Personalmente, a pesar de no estar involucrado en la guerra civil y haber llegado al país en 1985, conocí de cerca dos crímenes cometidos por el batallón, ya dirigido por otros militares. El primero fue la ejecución de los jesuitas y sus dos colaboradoras. El segundo, el asesinato en Nueva Trinidad, en 1991, de un refugiado retornado pocos días antes de Mesa Grande, Honduras; soldados del Atlacatl lo asesinaron cuando recogía agua para llevar a su vivienda.
El hecho de que el batallón Atlacatl haya participado en numerosas masacres y ejecuciones extrajudiciales debería ser motivo explícito de reflexión. Más aún en nuestros días, cuando se insiste en crear fuerzas de élite entrenadas para usar con supuesta maestría la fuerza letal. Sin un apego radical a los derechos humanos, sin un reconocimiento de los mismos en casos del pasado, con una cultura todavía impregnada por la violencia, pueden repetirse las desgracias y la brutalidad, aunque sea en una magnitud inferior. En ese sentido, urge no solo el reconocimiento de los hechos del pasado, la adecuada reparación a las víctimas y la eliminación de símbolos que propician el culto a personalidades violentas; además, la institucionalidad en derechos humanos debe reforzarse significativamente. Una mayor asignación de recursos a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos es indispensable. Como lo es también que la Inspectoría de la PNC desarrolle su trabajo de un modo eficiente. Quienes trabajamos en derechos humanos y hemos denunciado e incluso procedido judicialmente contra algunos delitos de sangre cometidos por miembros de la Policía no hemos encontrado el más mínimo apoyo en la Inspectoría, ni en el nivel de investigación de los hechos ni en la recomendación de medidas disciplinarias.
Los derechos humanos no pueden construirse ni respetarse en el país apoyándonos exclusivamente en discursos y afirmaciones gratuitas mientras los pasos que se dan tanto en el campo de la memoria como en el de la institucionalidad son escasos, débiles y en ocasiones contradictorios. Poner a partidarios acérrimos de la ley de amnistía en la comisión de la Asamblea Legislativa dedicada a dar los pasos subsiguientes a la sentencia de inconstitucionalidad de la misma ley es, sin duda, una aberración democrática. Algo así como poner en una comisión de lucha contra la corrupción a quienes últimamente han confesado su corrupción rampante.
* José María Tojeira, director del Idhuca.