Hay que reconocer que la nación, desde el principio, comenzó mal su historia. Desde la declaración de independencia en 1821, cuando los próceres escribieron que la promulgaban "antes de que el pueblo la declare por sí mismo", la élite criolla mostró ser de orientación antipopular y falsamente patriota. Se mostró incapaz de mantener unida la nación centroamericana, la cual terminó fragmentada en cinco patrias, cada una de ellas de dudosa viabilidad económica. Cinco aparatos de estado al servicio de ricos hacendados y grandes comerciantes. El poder se organizó a espaldas de la masa popular.
En 1832, el nonualco Anastasio Aquino, con su levantamiento, acabó de meterles el miedo en el cuerpo a los poderosos. Tan sólo medio siglo más tarde, para cuando las reformas liberales, ya lo tenían claro: el progreso, según ellos, pasaba por eliminar las tierras de propiedad común. Los decretos de abolición de tierras comunales (1880) y de extinción de ejidos (1881) representaban la privatización de la tierra. La masa campesina era desposeída, expropiada, empobrecida, sacrificada. Todo ello a nombre del progreso y la modernización.
Las reformas liberales conseguían en efecto generar riqueza. El café, el llamado "grano de oro", sacaba al país de la crisis en que se había hundido la economía añilera. Vinieron décadas de prosperidad. Pero la condición para crear la riqueza de unos pocos era la generalizada pobreza de la mayoría de la población.
Privados del acceso a la tierra, sometidos por el hambre, se vieron forzados los campesinos a ofrecerse como jornaleros en las fincas de café. Como explicaba Marx, al ser "separados los productores de los medios de producción" se les proletarizaba. En pocos años, el grueso de la población pasaba a ser proletariado agrícola. Mano de obra apta para ser explotada. Una parte se mantenía en colonato, según formas precapitalistas y semifeudales de explotación: los colonos permanecían como mano de obra permanente de fincas y haciendas.
Los salarios eran miserables, lo que garantizaba elevadas ganancias a la burguesía cafetalera. De ella, un pequeño grupo, los dueños de los beneficios y los que controlaban la exportación, emergieron como una auténtica oligarquía. Controlaban el crédito y crearon bancos. El poder caía bajo su control directo y lo ejercían para el conjunto de la clase dominante. El Salvador se había convertido en una república cafetalera. Los oligarcas se alternaban en la presidencia del país.
La lógica del modelo descansaba en bajos costos de producción por la sobreexplotación de la mano de obra, a la que se dejaba seguir con sus cultivos de subsistencia, permitiendo formas precarias de tenencia de la tierra para que completara así un nivel mínimo de sobrevivencia. No llegaba éste siquiera al "mínimum vital" por el que clamaba, en la segunda década del siglo XX, un humanista como Alberto Masferrer.
Insensibles, los dueños del país mantenían su sistema de dominación. Éste exigía fuertes dosis de represión. Primero se decretaron leyes "contra la vagancia" y se creó una policía rural; después, la Guardia Nacional y más leyes que negaban los derechos de huelga y de asociación de los trabajadores. Estos finalmente se sublevaron. El poder esperaba el levantamiento, se había preparado para el mismo; respondió con la masacre indígena y campesina de 1932.
La clase dominante entendía que solo con un régimen de dictadura militar podría sostener su predominio y su modelo de acumulación. A los trece años de la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, caído en desgracia en 1944, sucederían otros 35 años de presidentes militares. Épocas de franca represión se alternaban con períodos de cierta apertura, hasta al fin culminar en los años setenta con un abierto terrorismo de Estado. La vía electoral y pacífica fue cerrada por el fraude oficial y la persecución. De nada sirvieron los triunfos electorales opositores de 1972 y 1977. La obcecación y avidez de la oligarquía, apoyada en la brutalidad de los cuerpos de seguridad y de algunos jefes militares, han sido las responsables del genocidio cometido en El Salvador antes y durante la guerra civil.
Desde el trauma histórico del 32, el anticomunismo más extremo e irracional ha sido el componente ideológico central con que el poder ha buscado mantenerse y justificarse. Ha calificado de comunista a cuanto crítico y opositor ha surgido. Lo ha hecho con obispos y con sindicalistas, con intelectuales y artistas, con líderes campesinos y con dirigentes magisteriales, con políticos socialdemócratas y demócrata cristianos. Desde luego, también con las distintas organizaciones de la izquierda, fueran estas o no marxista-leninistas. El ritual de las elecciones periódicas, lejos de ser un signo de democracia, era parte del ejercicio de la dictadura. Los partidos legales eran perseguidos al igual que los ilegalizados. Lo mismo con los sindicatos o las asociaciones de empleados. El poder los veía como parte del "enemigo interno".
Toda esa experiencia histórica acumulada, ese veneno ideológico que mira el mundo en blanco y negro, en términos de "somos nosotros o ellos", todo ese tremendismo no ha sido superado por las élites en el poder. Se observa ahora en declaraciones de grandes empresarios y de líderes de las gremiales de la empresa privada, en el marco del actual proceso electoral. Con contadas excepciones, se muestran unánimes en el rechazo al "peligro comunista" que, según ellos, un eventual triunfo opositor representaría. Pretenden que la izquierda legalizada, en los hechos, se convierta en izquierda tolerada, ya no perseguida, pero sí vetada en la práctica para alcanzar y administrar el poder en pie de igualdad con los partidos de derecha.
A nombre de la libertad de mercado, lo que rechazan es un mercado que efectivamente se libere de monopolios y oligopolios, con sana competencia, con supervisión y control estatal para evitar los abusos. A nombre de la defensa de la Constitución, se oponen a que se haga efectivo el principio constitucional de que la propiedad privada esté en función social y preservar que la finalidad esencial del Estado sea la persona humana. A nombre de principios religiosos, pretenden que el pueblo sencillo decante su voto, manipulando el mensaje cristiano como si el evento eleccionario fuera la lucha del bien contra el mal.
Se escudan en expresiones como "sistema de libertades", "valores democráticos", "principios cristianos". Pero en verdad sus actitudes de intolerancia y prepotencia reflejan que no han aprendido nada de la historia. No han democratizado su pensamiento. No se mira que estén dispuestas a compartir, mucho menos a ceder, el poder. Se creen los dueños del país. Y como tal se comportan. El Presidente de la República, que debería serlo de todos los salvadoreños, participa descaradamente en la campaña partidaria y declara en un encuentro anual de la empresa privada que "podemos perder el país". La dramatización intencional de las consecuencias de la posible derrota electoral del oficialismo acrecienta la polarización y las ansiedades. El tono estridente de la campaña arenera contribuye a romper la nación en dos, dificultará la gobernabilidad, sabotea la estabilidad, devalúa la democracia en su ejercicio real.
La falsedad de la propaganda y de las promesas oficiales está a la vista. Sus dueños no han hecho de éste un "país de oportunidades" como lo prometieron, ni lo convirtieron en "país de propietarios", ni han gobernado "con sentido humano". Como tampoco el IVA hizo más eficiente y justa la recaudación tributaria, ni las maquilas fueron la solución económica, ni la dolarización ha desarrollado al país, ni privatizar los fondos de pensiones sirvió para relanzar las inversiones productivas. Por demasiado tiempo han mentido y siguen mintiendo. Inventaron la consigna "Yo no entrego El Salvador". Pues mal va la democracia —cabría apostillar— si la clase dominante no se convence de que el país es de todos. Son los ciudadanos los que decidirán a quién le entregan la presidencia de la República el 15 de marzo. Ya va siendo hora de que los oligarcas "entreguen El Salvador" a su verdadero dueño: el pueblo salvadoreño.