Según la narrativa del Nuevo Testamento sobre la resurrección, Jesús fue encerrado en un sepulcro, pero este no pudo contenerlo. Jesús no está en la tierra de los muertos: “No está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto”. Lucas dirá: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? Jesús ha resucitado”. Y cuando el mensajero angelical les dice a las mujeres eso, menciona explícitamente la crucifixión: Jesús, “que fue crucificado por las autoridades”, ha sido resucitado por Dios. El significado es que Dios ha dicho “sí” a Jesús y “no” a los poderes que lo mataron. Es decir, la resurrección revela que Jesús no era ningún malhechor, ni había sido abandonado por Dios, ni fue un falso profeta y mesías. La maldad, el legalismo y el odio de unos seres humanos le arrastraron a la cruz, pero Dios lo resucitó, dando el sí definitivo a la vida y pretensiones de Jesús.
Por eso, para los primeros cristianos, creer en la resurrección del Crucificado significó volver a Galilea y a Jerusalén. A Galilea para proseguir sus pasos: vivir curando a los que sufren, acogiendo a los despreciados, defendiendo a los excluidos. Y volver a Jerusalén para reunir a la comunidad y compartir las experiencias del encuentro con el Resucitado, sin miedo a las autoridades judías ni a los romanos. Significaba, también, recibir la fuerza del Espíritu Santo, anunciar la Buena Noticia a la multitud y tener la valentía de decir a escribas y fariseos: “Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio […] A este hombre ustedes lo crucificaron y le dieron muerte […] Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, porque la muerte no podía retenerlo”.
Ahora bien, ¿qué puede significar para nosotros hoy creer en la resurrección y vivir como resucitados? Una respuesta actualizada la ha dado en estos días el papa Francisco. Primero, en su homilía de la vigilia y misa pascual 2017; y luego, en su mensaje a la ciudad de Roma y al mundo (“Urbi et Orbi”). Ha dicho que el latir del Resucitado “se nos ofrece como don, como horizonte […], como fuerza transformadora y como fermento de nueva humanidad”.
En esta línea, al pronunciar su mensaje al mundo, partió de la imagen del “Pastor Resucitado”, señalando que este toma hoy sobre sus hombros a tantos hermanos oprimidos por múltiples clases de mal. Se refiere en concreto a las víctimas de “trabajos inhumanos, tráficos ilícitos, explotación y discriminación, graves dependencias […], de los niños y de los adolescentes que son privados de su serenidad para ser explotados, y de quien tiene el corazón herido por las violencias que padece dentro de los muros de su propia casa”.
El Pastor Resucitado acompaña en el sufrimiento y abandono. En consecuencia, el Resucitado “va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación; va a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y ternura y les hacer sentir su voz, una voz que no se olvida, que los convoca de nuevo a la amistad con Dios”.
En un mundo de mentiras, crueldad, injusticias y violencia, con el Pastor Resucitado aparecieron, según el obispo de Roma, la verdad, la compasión y la reconciliación. De ahí que, en la actualidad, él “se hace compañero de camino de quienes se ven obligados a dejar la propia tierra a causa de los conflictos armados, de los ataques terroristas, de las carestías, de los regímenes opresivos. A estos emigrantes forzosos, les ayuda a que encuentren en todas partes hermanos, que compartan con ellos el pan y la esperanza en el camino común”.
Y cuando el papa se plantea cuáles son hoy los hechos en los que está actuando el Pastor Resucitado, y que debemos interpretar como interpelaciones de Dios a la conciencia de la humanidad, señala, a modo de plegaria, realidades apremiantes. Algunas de sus peticiones son las siguientes:
Que en los momentos más complejos y dramáticos de los pueblos, el Señor Resucitado guíe los pasos de quien busca la justicia y la paz; y done a los representantes de las naciones el valor de evitar que se propaguen los conflictos y de acabar con el tráfico de las armas.
Que en estos tiempos el Señor sostenga en modo particular los esfuerzos de cuantos trabajan activamente para llevar alivio y consuelo a la población civil de Siria, víctima de una guerra que no cesa de sembrar horror y muerte. […] Que conceda la paz a todo el Oriente Medio, especialmente a Tierra Santa, como también a Irak y a Yemen.
Que los pueblos de Sudán del Sur, de Somalia y de la República Democrática del Congo, que padecen conflictos sin fin, agravados por la terrible carestía que está castigando algunas regiones de África, sientan siempre la cercanía del Buen Pastor.
Que Jesús Resucitado sostenga los esfuerzos de quienes, especialmente en América Latina, se comprometen en favor del bien común de las sociedades, tantas veces marcadas por tensiones políticas y sociales, que en algunos casos son sofocadas con la violencia. Que se construyan puentes de diálogo, perseverando en la lucha contra la plaga de la corrupción y en la búsqueda de válidas soluciones pacíficas ante las controversias, para el progreso y la consolidación de las instituciones democráticas, en el pleno respeto del Estado de derecho.
Para Francisco, pues, la pascua del Señor no se limita a un recuerdo del pasado. Es, sobre todo, esperanza actual para las víctimas de tanto mal histórico.