Se ama o se odia, pero nunca ambas cosas: esta parece ser la gran síntesis del presidente Bukele en cada lugar donde se menciona su nombre. No hay medias tintas o análisis con atenuantes. Enaltecemos su liderazgo, originalidad o temeridad por atreverse a navegar donde otros líderes no han navegado, o lo condenamos sin vacilación o remordimiento por su arrogancia, imprudencia o desfachatez. En este sentido, el presidente no es muy distinto a otros fenómenos mediáticos o de la farándula a los que estamos acostumbrados, a quienes amamos y justificamos sin importar la falla cometida, o detestamos y execramos ante la más pequeña mácula.
En gran parte, el responsable de este amor y odio es el mismo Bukele, quien vive, respira y proyecta toda su existencia política sobre la base maniquea de la pasión y la repulsión. Se debe amar lo que el presidente hace, aunque lo hicieron otros en el pasado, con la misma intensidad que debemos odiar "a los mismos de siempre", aunque hicieron cosas buenas, como también las hace el presidente. Peor aún, en la curiosa lógica del aparato comunicativo gubernamental, Bukele encarna al pueblo, lo bueno, lo decente y lo deseable, mientas que el miserable resto es un campo plagado por políticos corruptos, criticones ególatras y pusilánimes, periodistas que buscan "el pelo en la sopa", e incluso, organizaciones de derechos humanos que se "ponen del lado de un virus" antes que del ser humano. Cualquier acusación es válida, cualquiera que no permita reconocer al otro en mi persona, o mi persona en el otro.
En dicho sentido, la retórica presidencial (y por tanto gubernamental) es absoluta y absolutista, inflamatoria, incendiaria y divisoria, diseñada para denigrar lo impropio, con la misma voluntad y fiereza que halaga lo propio. Esta parece ser, en verdad, el principal estandarte ideológico de las nuevas ideas; la maniquea y tristemente retorcida noción que seis millones de salvadoreños pueden dividirse en dos grandes e irreconciliables bandos: los renacidos y los de siempre, los enemigos, los otros. Con esto llegamos al meollo del problema. Nuestro país no necesita más narrativas de pasión/repulsión. De esas hemos tenido suficientemente, en las dictaduras, en la guerra civil y por treinta años con el binomio FMLN/Arena. No necesitamos estrellas pop o de cine hollywoodense, necesitamos estadistas, y un estadista es, por definición, aquel que nos mueve a todos, aunque sea en una pequeña parte de nosotros, aquel que nos une antes de dividir o separar, aquel que saca lo mejor de nosotros, de todos, cediendo y reconociendo antes que humillando o desconociendo.
No todos los que critican al presidente tienen razón, ni todos los que lo defienden se equivocan. Algo de positivo tienen todos los sectores, algo de rescatable poseen todos los discursos. El estadista se esfuerza en encontrar estos pequeños resquicios o ladrillos de razón, y desde ahí construir grandes puentes de entendimiento en favor de una narrativa común, provechosa y diferente. Muchos dirán que esperar un estadista es tan iluso como irrealizable, al menos en nuestro país, y quizás tengan razón. Nadie puede negar que construir hermanando a los opuestos no ha sido el modus operandi histórico del gobernante salvadoreño, desde siempre. Ahora bien, la perspectiva contraria tampoco parece provechosa a mediano o largo plazo.
¿Por cuánto tiempo podrá un país mantenerse amando u odiando a una misma persona, en lugar de un proyecto construido por todos? ¿Cuánto tiempo más podrán convencer a millones de personas que toda la culpa es, fue, y será de los otros? ¿Es este un plan sostenible en el tiempo? ¿Por cuánto tiempo? Más importante que todo lo anterior es la siguiente pregunta: ¿qué país encontraremos luego de cinco, diez o más años con esta fratricida retórica?
*Oswaldo Feusier, docente del Departamento de Ciencias Jurídicas.