La amenaza de suprimir el TPS en Estados Unidos crea preocupación en muchas personas. No es para menos, dado que cerca de 200 mil gozan de ese estatuto que les permite trabajar y vivir con relativa dignidad en los Estados Unidos. Aunque no todos los que gozan de TPS retornen a El Salvador, estamos hablando de un fuerte problema humanitario tanto para un país pequeño y pobre como el nuestro, con escasas fuentes de trabajo formal, como para los propios migrantes. Separación de familias, venta forzada de propiedades por la salida del país en el que llevan ya una buena cantidad de años y futuro incierto en El Salvador se ciernen sobre una buena cantidad de salvadoreños, muchos de ellos huidos de la violencia y de la pobreza en nuestras tierras y con riesgo de enfrentarse de nuevo con las situaciones que les hicieron migrar.
Si quisiéramos enfrentar desde una lógica humanista el problema de los migrantes salvadoreños, la solución para quienes tienen TPS sería darles la residencia definitiva en Estados Unidos. Si tienen trabajo, buen comportamiento, hijos nacidos o estudiando en Estados Unidos, no hay ninguna razón para expulsarlos. Al contrario, echarlos es un acto inhumano, brutal y claramente teñido de xenofobia y de una moralidad muy separada de los derechos humanos. Un país como Estados Unidos, que en tantos aspectos humanos y culturales se ha nutrido de la migración, y cuyo liderazgo se ha aprovechado en tantas ocasiones para enriquecerse con la llegada de nuevas oleadas de migrantes, no debe comportarse con esa prepotencia y esa especie de racismo frente a grupos de gente honesta, trabajadora, dispuesta a asumir las normas de convivencia estadounidenses. Gente, además, solidaria, que con el envío de dinero a sus familiares da ejemplo de lo que deberían hacer los países más ricos con los menos afortunados.
Por otra parte, hay una serie de contradicciones que implican la existencia de una cultura profundamente inhumana y generadora de confrontaciones y violencia. En efecto, cuando uno escucha hablar al liderazgo económico estadounidense suele oír invitaciones a utilizar instrumentalmente la razón para generar ganancia y riqueza. Hay que elegir, nos dicen, lo que más produce. Debemos acudir a donde hay posibilidades de ganancia y de generación de riqueza. El dinero no debe tener fronteras para poder generar más dinero, dicen los genios de las finanzas y los gurúes de la plata. Basta recordar a los líderes de la minería que se llamaba a sí misma “verde” para entender esa razón instrumental con la que se maneja el mundo de las finanzas. Pero si alguien golpeado por la violencia o por la pobreza decide seguir esas consignas neoliberales tan en boga y buscar los lugares donde hay más dinero, mayor rentabilidad del trabajo, mayor seguridad para la inversión, resulta que se convierte en un tipo peligroso, migrante sin papeles al que incluso lingüísticamente se dan el lujo de insultarle llamándole “ilegal”, como si los seres humanos pudieran ser ilegales a partir de sus necesidades y su búsqueda de vivir con dignidad realizando trabajos que a veces ni desean los nacidos en los países receptores de migración.
Lo que es bueno para los ricos parece que no es bueno para los pobres, según esos modos de pensar. La libre competencia, que es uno de los grandes principios de la economía actual, parece que no se aplica al trabajo. Los acuerdos de libre comercio tratan mejor a las mercancías que a las personas, sin darse cuenta que tratar a un producto del trabajo humano mejor que a quien lo ha producido es siempre un acto de violencia. No sé si cabe impulsar una campaña, internacional si fuera posible, para exigir la residencia para quienes tiene TPS. Pero urge poner valores humanos por encima de ese discurso xenófobo que nos llevará a todos, no solo a quienes sufriremos más las consecuencias, a deshumanizarnos un poco más.