El 5 de agosto de este año se produjo un derrumbe a más de 600 metros de profundidad en la mina San José, Chile, que dejó atrapados a 33 mineros. 25 días después empezó el histórico operativo de rescate con las tareas de perforación que culminaron, el 13 de octubre, con la salida de los mineros, que permanecieron 69 días en las profundidades de las montañas del desierto de Atacama.
Fueron conmovedoras las imágenes de los mineros —hombres sencillos, trabajadores, resistentes y con gran entereza— que al ser sacados a la superficie expresaban su profundo agradecimiento a los rescatistas por haberles traído de nuevo a la vida. El rescate de cada uno fue celebrado por los familiares, el equipo de auxilio, el pueblo chileno y su Presidente, y por millones de personas que seguíamos el acontecimiento a través de la televisión y las redes sociales.
Las muestras de simpatía y admiración por el exitoso rescate fueron múltiples: se felicitaba a los mineros por su temple, disciplina y compañerismo; a sus familias por mantener una esperanza firme y constante; al Gobierno por la dedicación y eficacia con la que dirigió la operación; a los técnicos por su capacidad, ingenio y eficiencia; y al pueblo chileno por haber dado un ejemplo de unidad y solidaridad. "Chi-Chi-Chi,le-le-le. ¡Viva Chile!" fueron los vítores. Pero esta vez no se trataba del triunfo de "La Roja", sino de algo verdaderamente humanizador: el rescate con vida de 32 mineros chilenos y uno boliviano.
El hecho, más allá del espectáculo mediático, de los protagonismos interesados y de las declaraciones políticamente correctas, nos deja una lección de valores humanizantes sobre los cuales tenemos que reflexionar, y no permitir que la fugacidad y el olvido, rasgos propios de la llamada sociedad de la información, terminen borrándolos de nuestra memoria o convirtiendo el hecho en un guión cinematográfico. Sobre este último peligro ha advertido uno de los mineros rescatados al pedir no ser vistos como artistas, sino como lo que son: trabajadores de las minas. Por esta razón, lo que no hay que borrar de la memoria es la irrupción de lo humano en este acontecimiento. En efecto, el rescate de los mineros muestra lo que se ha dado en llamar "lo mejor de Chile", es decir, la unidad, el trabajo en equipo, la solidaridad, el compañerismo, la fe inquebrantable, la esperanza contra toda esperanza, la nobleza, la hospitalidad, el aprecio de la vida y el cuidado por el otro. En todo eso irrumpe no sólo "lo mejor de Chile", sino lo mejor del ser humano, aquello que nos debería caracterizar como miembros de una sola familia.
En nuestro mundo, rasgos como la fraternidad, la compasión y el servicio son productos culturales secundarios; tolerados, pero no promovidos. Se promueve más el individualismo que el espíritu de comunidad; la indiferencia ante el sufrimiento que la solidaridad; el descuido y el abandono que la cultura del cuido diligente. Por eso, dejarse afectar por la angustia que vive el otro, reaccionar con eficacia para salvaguardar su vida y sentir gozo por haber logrado ese objetivo son, ciertamente, aspectos que ayudan a generar conciencia de fraternidad.
Leonardo Boff y Jon Sobrino, pensadores emblemáticos de la teología latinoamericana, en sus más recientes escritos insisten en la necesidad que tiene el mundo de construir familia humana. El primero sostiene que el rescate del otro es la base de la hospitalidad; y que ésta se expresa como cultura de la compasión para con todos cuantos sufren, y como cultura de la cooperación y solidaridad universal que nos permite a todos vivir en la casa común que es la Tierra. Sobrino, por su parte, plantea que la misericordia es la que mejor define al ser humano cabal (íntegro); produciendo sentimientos de cercanía, solidaridades concretas, defensa de las víctimas, estima y cordialidad mutas, dar y recibir lo mejor que tenemos, y práctica compasiva eficaz.
El caso de los 33 mineros rescatados en Chile es un buen ejemplo de expresión de lo mejor del ser humano del que debemos aprender todos y todas. Y una de las primeras lecciones, claro está, es que los trabajadores son más importantes que los bienes extraídos de las minas. El mismo Presidente chileno ha afirmado que "la gran riqueza de Chile no es el cobre, sino los mineros". En ese sentido, queda por ver si en verdad se es coherente con esa lección. El Gobierno chileno ha prometido que no quedarán impunes los responsables de la inseguridad laboral con la que se operaba. Asimismo, se ha comprometido a mejorar el sistema, actitudes y procedimientos de la seguridad laboral, para resguardar de mejor manera la vida, salud e integridad corporal de los trabajadores no sólo de las minas, sino de las diferentes áreas productivas. En esas promesas hay un reconocimiento implícito de que la explotación desmedida de personas y recursos es una realidad que debe frenarse, y a la vez hay también un reconocimiento ahora explícito de la necesidad de hacer central la vigencia efectiva de los derechos económicos y sociales de los trabajadores y trabajadoras. Y eso, obviamente, no sólo en Chile, sino en el mundo; de ese modo construimos un entorno humano que se rige por la justicia y la solidaridad.