El retorno del militarismo

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Jeannette Aguilar
05/09/2012

Ha pasado casi un año desde que Mauricio Funes entregó el control de la seguridad pública a los militares, asestando con ello el tiro de gracia al modelo policial civil que se diseñó en los Acuerdos de Paz y que plasma nuestra actual Constitución. La estrategia de dar de baja a militares que han estado en servicio para convertirlos de un día para otro en "civiles" que pueden asumir la conducción de la seguridad pública representa una grave violación a la Constitución, al Estado de derecho, y una ofensa para todos los que apostaron por el establecimiento de un nuevo orden social en el país, luego del fin del conflicto armado.

La Policía, a la que se le dio el apellido "civil" para subrayar su carácter civilista, como antítesis de lo militar, fue la apuesta institucional más importante de los Acuerdos de Paz dada la relevancia que suponía, en una etapa de transición a la democracia, asumir el monopolio legítimo del uso de la fuerza. En este marco, el texto constitucional que establece que la seguridad pública estará a cargo de la Policía Nacional Civil, un cuerpo profesional, independiente de la Fuerza Armada y ajeno a toda actividad partidista, no fue formulado en el vacío, sino a la luz de una dura realidad histórica, marcada por graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos, en las que el Ejército jugó un papel preponderante. Basta revisar la historia y constatar el nefasto legado de las dictaduras militares para entender por qué el espíritu de nuestra Constitución, en diferentes apartados, busca blindar a la institucionalidad de una eventual injerencia de los estamentos castrenses.

Sin embargo, en el caso de la PNC, ciertos grupos de militares han estado orbitando en torno a ella desde su creación, atentos a cualquier oportunidad de tomar el control. De hecho, como señalaron en su oportunidad expertos de Naciones Unidas que dieron seguimiento al cumplimiento de los Acuerdos, "la amenaza más seria al proyecto original de la policía civil y democrática provino del intento por copar la reciente institución con personal militar, pasando por encima de los requisitos de selección establecidos". Desde entonces, los esfuerzos por militarizarla han sido diversos, pero de forma más vedada. Anteriores administraciones gubernamentales, aun cuando ideológicamente tuvieron más afinidad con enfoques militares, se cuidaron de entregarle formalmente el control de la seguridad pública a elementos de la Fuerza Armada. Pocos podríamos haber imaginado que el denominado Gobierno del cambio vendría a comprometer el futuro de la institución más importante surgida de la firma de la paz y a exaltar nuevamente el rol del Ejército en la sociedad salvadoreña.

Ningún Gobierno de la posguerra había otorgado tanto protagonismo y poder a los militares como lo ha hecho el actual. Desde 2009 hasta la fecha, el número de plazas en el Ministerio de Defensa se ha incrementado en un 54%, mientras que solo entre 2009 y 2011 el presupuesto asignado al ramo aumentó en alrededor de 13 millones de dólares. En la actualidad, el número de efectivos militares sobrepasa los 17 mil, un número que se acerca cada vez más a la plantilla policial, que asciende a 21 mil elementos. El número de militares asignados a labores de seguridad pública ha experimentado un crecimiento del que no se tiene precedente en los últimos veinte años. Entre 2008 y 2011, los militares que están asumiendo funciones de seguridad han pasado de 1,975 a 8,200. Todo ello contrasta fuertemente con la reducción de efectivos y gasto militar que establecieron los Acuerdos de Paz, de cara al nuevo rol que la Fuerza Armada debía jugar en tiempos de posguerra.

Hoy día, las milicias no solo están patrullando las calles y carreteras del país, también se les ha otorgado el control perimetral de la mayoría de cárceles, tienen presencia en las fronteras y, a juzgar por las más recientes noticias, desde hace algunos meses han sido asignados como agentes encubiertos en algunas rutas de buses. La Constitución es clara en establecer que el Presidente solo puede recurrir a la Fuerza Armada de forma excepcional, cuando se hayan agotado los medios ordinarios para el mantenimiento de la seguridad. Hasta ahora, el Gobierno no ha agotado todos los medios institucionalmente establecidos para un abordaje integral y sostenible de la delincuencia. ¿Qué vamos a militarizar ahora? ¿Las escuelas? ¿Las iglesias? ¿Cuánto se incrementará el número de militares durante los dos años que quedan de la administración Funes? ¿Acaso la sociedad salvadoreña no se ha dado cuenta de los riesgos de darle nuevamente supremacía al poder militar?

Casi un año después de que el presidente Funes otorgó a los militares el control de la seguridad pública, la decisión está permeando toda la institucionalidad en materia de seguridad. Con el nombramiento de Munguía Payés como ministro de Justicia y Seguridad Pública, la cartera de Estado ha pasado a ser administrada por otros militares cercanos al general. ¿Qué formación tendrán estos militares en seguridad pública democrática, políticas de prevención o rehabilitación, y políticas migratorias para tener a su cargo la gestión de tan importante cartera? Paralelamente, los aparatos de inteligencia (OIE, PNC y Estado Mayor) están siendo controlados por militares.

La PNC, por su parte, está siendo permeada en su funcionalidad administrativa y operativa por la perspectiva militar. La relativa autonomía de la que gozó desde su creación está siendo socavada por el Ministro, quien se está atribuyendo decisiones internas, como el nombramiento de puestos o la creación de nuevas unidades al interior de la Policía, pasando por encima de los mecanismos institucionales establecidos para la toma de decisiones. La ley claramente establece que el Ministro es la autoridad política, por lo que no tiene injerencia en la operatividad institucional. Aún más, con la llegada de los generales a la seguridad pública, muchos de los esfuerzos de recuperación institucional, fortalecimiento técnico y depuración iniciados por el anterior Director de la PNC están siendo desechados, e incluso se han tomado decisiones peligrosas y contraproducentes para la seguridad pública del país, como la de reincorporar y poner al mando de importantes áreas a oficiales que fueron marginados de la corporación en años recientes por haber sido señalados de favorecer a la delincuencia organizada. Esto es especialmente grave, dados los antecedentes de infiltración de grupos delincuenciales al interior de la PNC y en un contexto regional caracterizado por una importante presencia del crimen organizado transnacional.

Todos estos preocupantes hechos no deben verse como situaciones aisladas, sobre todo cuando hay una tendencia regional a otorgarle preeminencia a las fuerzas armadas. Son inminentes signos de revitalización del militarismo, que están siendo normalizados en el contexto de graves distorsiones a la institucionalidad democrática. Es importante que todos los sectores que recientemente se han pronunciado a favor del respeto a la institucionalidad adviertan los riesgos que estos retrocesos suponen para la vida democrática del país y se mantengan vigilantes a la progresiva militarización de la sociedad salvadoreña.

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