El rostro doloroso de la migración

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De nuevo la noticia de la “elección trágica”. La tarde del 23 de junio, los salvadoreños Óscar Alberto Martínez, de 25 años, y su hija Valeria, de un año y 11 meses, perdieron la vida al intentar cruzar el río Bravo en la ciudad de Matamoros del estado de Tamaulipas, México. La madre de la pequeña, Tania Ávalos, quien también los acompañaba, salvó su vida gracias a que una persona la rescató; sin embargo, presenció la trágica escena. Esta familia llegó a Tamaulipas para pedir asilo en Estados Unidos. Tras dos meses de espera infructuosa en el campamento Puerta México, decidieron cruzar el río Bravo que conecta a México con Brownsville, Texas, Estados Unidos.

La causa de su emigración la explicó de forma precisa la madre de Óscar: “Ellos querían tener su propia casa. Él me decía que con el sueldo que ganaba aquí, no les alcanzaba para vivir, por eso optaron por irse”. En los informes de las Naciones Unidas sobre desarrollo humano, cuando se aborda el drama de las migraciones, se usa el término “elección trágica”. Este apunta al hecho de que una persona o familia se ve presionada u obligada a cambiar de lugar de residencia debido a que su integridad física o seguridad se ve amenazada por la precariedad económica o por la violencia generalizada. Es una decisión difícil, concebida como la última opción de los desesperados, que se adopta cuando ya no hay más alternativas. Es también elección trágica por los peligros que supone un viaje sin documentos.

En consecuencia, el concepto remite a la realidad de una población que ve vulnerados sus derechos tanto en su país de origen como en los de tránsito y destino. Desde la perspectiva de los derechos humanos, es preciso recordar que, independiente de la condición migratoria, los migrantes son, ante todo, personas que poseen una dignidad que debe ser respetada y protegida. Frente a los discursos técnicos, peroratas políticas o medidas antiinmigrantes, se impone ahora, de nuevo, la fuerza de lo evidente: una niña que muere junto a su padre, buscando una vida mejor. Su sueño era mínimo: un techo digno, trabajo estable y garantía de pan diario. Esta tragedia, que ha estado presente en los medios de comunicación y que, probablemente, desaparecerá en semanas, debe ser un fuerte llamado a la decencia humana.

El papa Francisco, en su mensaje para la Jornada Mundial del Migrante 2019, nos recordaba que la expresión más sensible de nuestra humanidad es la compasión que lleva a acercarse a quienes están en dificultad. Y reiteraba que sentir compasión significa reconocer el sufrimiento del otro y pasar inmediatamente a la acción para aliviar, curar y salvar. Significa dar espacio a la ternura que a menudo la sociedad actual nos pide reprimir. Se trata, pues, de una actitud esencial que nos lleva a la acción, no un sentimiento tranquilizante y pasajero. Desde luego, la compasión, entendida como un comportamiento activo y comprometido desencadenado por el sufrimiento ajeno, requiere un corazón sensible para captar las legítimas necesidades de los grupos más vulnerables y alcanzar acuerdos que transformen su realidad.

En esa línea, el papa Francisco ha exhortado a no quedarse en el análisis técnico ni en la polémica política, sino buscar y concretar soluciones. Para Francisco, estas pasan por establecer planes a mediano y largo plazo que no se queden en la simple respuesta a una emergencia. Implica establecer prioridades como la integración de los emigrantes en los países que los reciben y la ayuda al desarrollo a los países de origen. Son estratégicas, en este sentido, las tres acciones que, con vehemencia, ha propuesto el papa: prevenir el tráfico de personas (invirtiendo en la gente); proteger a las víctimas (acompañándolas, sirviéndolas, defendiéndolas); y perseguir a los criminales que viven del tráfico y trata de personas.

Es un hecho que las políticas de Donald Trump, orientadas a levantar un muro, deportar masivamente, poner fin a las ciudades santuario, derogar leyes que protegen de la deportación, suspender políticas que amparan al emigrante, entre otras, no han logrado frenar la emigración a gran escala proveniente de los países centroamericanos. Según la Organización Internacional para las Migraciones, cerca de 400 mil indocumentados centroamericanos cruzan cada año el territorio mexicano para llegar a Estados Unidos. Pero este año, entre enero y marzo, se estima que más de 300 mil personas ya han cruzado la frontera sur de México de manera irregular.

Ahora bien, cuando se emigra desde la pobreza —como Óscar y su familia—, la aversión al emigrante en los países de destino no es solo un rechazo al extranjero (xenofobia), sino también a las personas pobres. De ahí el término “aporofobia”. Ante el rostro doloroso de la emigración forzada que golpea a las mayorías, miradas con repudio, temor y desprecio, se hace imperativo un cambio de perspectiva que erradique y sustituya la hostilidad por hospitalidad al extranjero pobre, que unifique compasión y justicia. Construir una sociedad justa, incluyente y compasiva es un signo de progreso humano. Lo exigen las víctimas y los empobrecidos. Y desde la inspiración cristiana, recordemos que, según el Evangelio de Mateo, hay dos maneras de reaccionar ante los que sufren: nos compadecemos y les ayudamos, o nos desatendemos y los abandonamos: “Vengan benditos de mi Padre, porque era emigrante y me recibieron […]” o “Apártense de mí, malditos, porque era emigrante y no me recibieron”. Los compasivos son los que aprueban la decisiva asignatura de lo humano.

* Carlos Ayala Ramírez, profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuitas de Teología, de la Universidad de Santa Clara, y docente jubilado de la UCA.

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