Los homicidios, las extorsiones y las desapariciones forzadas de personas —en un entorno nacional donde abundan además otros delitos— han mantenido a nuestra sociedad postrada ante la inseguridad y la violencia durante dos décadas después del conflicto armado. No quedaron atrás al llegar a su fin la guerra, en la cual fueron prácticas sistemáticas con motivación política; al contrario, las legitimaron sus autores y protectores con la amnistía. Era justo y necesario que reinara en el país la paz social; sobre todo para que la gozaran las mayorías populares, que fueron las más sufridas por la grave violación de sus derechos humanos antes de la guerra y durante esta.
Sin embargo, a lo largo de la posguerra, la realidad ha sido otra: alrededor de cien mil asesinatos —cometidos principalmente con armas de fuego—, quién sabe cuántas desapariciones y permanentes sumas de dinero (la famosa "renta") que la gente ha pagado a la delincuencia para evadir así la muerte. Hubo años en que las víctimas fatales superaron las siete mil; otros en los que giraron alrededor de las tres mil. En medio de esos vaivenes de una estadística macabra, nuestro país estuvo ubicado siempre entre los más peligrosos del mundo. El año pasado cerró con cuatro mil 354 homicidios intencionales; en 2010 también se rebasaron los cuatro mil.
Pero, de repente, ocurrió lo que alguien se atrevió a calificar como un "milagro": la "tregua" entre pandillas, acordada en marzo de este año y promovida, según las primeras versiones, por dos personas cercanas al Ministro de Justicia y Seguridad Pública. El general David Munguía Payés primero ocultó tal iniciativa; luego, la aceptó, pero negó la intervención oficial directa; y al final, nunca aclaró bien el papel jugado por el Gobierno en todo eso. Como haya sido, el caso es que los líderes de las maras en prisión anunciaron que ya no seguiría la matanza entre sus miembros. Los números, hasta la mitad del año, mostraban que habían cumplido en buena medida lo pactado.
El Instituto de Medicina Legal informó que entre enero y junio de 2012 fueron asesinadas mil 571 personas; 503 menos que durante el mismo período de 2011. Ese año, siempre en el primer semestre, el promedio diario de muertes anduvo entre once y doce; en el actual, fue de entre ocho y nueve. Según el director del Instituto, José Miguel Fortín Magaña, estos datos también fueron aceptados por la Fiscalía General de la República y la Policía Nacional Civil. Tuvo que aclararlo porque ese ha sido problema eterno: las diferencias entre las instituciones a la hora de hacer cuentas. Y puso como ejemplo de esas diferencias el estrangulamiento de una señora y su hija en enero, hecho que la PNC no reportó como homicidio, pese a que esa fue la conclusión de la autopsia.
Pero desde el inicio de la tregua en marzo hasta la mitad del año, con el drástico y real descenso ocurrido, el promedio diario de homicidios fue, según Fortín Magaña, de entre seis y siete. Si a finales de 2011 y principios de 2012 llegó a los catorce, ¿por qué Munguía Payés afirmaba que cerca del 90% de esas muertes debía atribuirse a las pandillas y entre las pandillas? Hoy, las cifras indican que ese porcentaje más bien andaría entre el 50% y el 60%. Si no, la tregua no está funcionando del todo bien o el porcentaje de muerte entre la población que no pertenece a las pandillas superaba y supera el 10% restante del que hablaba el Ministro. Recientemente, el obispo castrense, Fabio Colindres, explicó la situación: los muertos siguen porque la tregua no incluye a todas las pandillas. ¿Será?
A lo anterior se suman las desapariciones y las extorsiones. Sobre las primeras, el Instituto de Medicina Legal habla de mil 279 casos reportados (no denunciados) entre enero y junio de 2012. Como en los homicidios, chocan los informes institucionales; sobre todo, los de Medicina Legal con los de la Policía, que contabiliza menos. Según Fortín Magaña, esto se debe a que la PNC recibe denuncias y luego, con el seguimiento de las mismas, establece si son ciertas o no. Cabe decir que la cantidad de denuncias por desaparición está afectada por el temor a las represalias por parte de las estructuras criminales y por la precaria confianza de la ciudadanía en las instituciones. Y en materia de extorsiones, por los mismos motivos, el número de denuncias tampoco es un indicador fiable. La gente puede optar, mejor, por pagar la renta y seguir viva, aunque sea bajo condición de amenaza.
Como sea, todo indica que la curva de muertes violentas descendió entre la membresía de las maras. Y eso —hay que decirlo con toda claridad— es bueno para las mayorías populares, pues las víctimas directas e indirectas de la violencia pertenecen a El Salvador profundo. Queda entre signos de interrogación la estabilidad de la tregua —que no es sinónimo de paz—; sobre todo por el incumplimiento de las promesas oficiales, como generar oportunidades de trabajo decente para los pandilleros. También por los pocos o muchos intereses político-electorales que, en estos tiempos de campañas y ambiciones individuales y colectivas, puedan estar desde antes a la base de la tregua.
Monseñor Gregorio Rosa Chávez puso en duda el fondo del experimento después de recibir, a principios de agosto, varias amenazas en el Complejo Educativo Católico "San Francisco", que él dirige. Amenazas que, en un primer momento y muy a la ligera, Munguía Payés calificó de "bromas", pero que con el paso de los días fueron confirmadas como ciertas. Por hechos como este y por la persistencia de las desapariciones y las rentas, además de la falta de un plan nacional de seguridad, no se puede asegurar siquiera que ya se encontró el rumbo hacia la luz al final del túnel. Más allá del descenso del número de muertes violentas —algo que ya ha ocurrido en otras ocasiones a lo largo de las dos últimas décadas— está el dolor diario de las cinco, seis o más familias de personas asesinadas y desaparecidas; familias que deberían ser causa nacional por la cual luchar.
En aras de eso, los pleitos entre los poderes políticos, económicos y mediáticos deberían pasar a un segundo plano. La sangre, el hambre y la impunidad son las causas esenciales de que en El Salvador se mantenga el "mal común" para beneficio de minorías privilegiadas. Las mayorías populares, de donde sale la gente que busca escapar de las infamias sociales antes enumeradas, deben pasarles la factura mediante su organización para la defensa decidida, creativa y firme de los derechos que les son negados.