Nos cuesta dialogar. Cuando en 1981 comenzó la guerra civil, tardamos tres años en tener el primer diálogo. Durante ese tiempo, tanto el arzobispo Arturo Rivera Damas como su auxiliar, monseñor Gregorio Rosa Chávez, y los jesuitas de la UCA estuvieron insistiendo en que sin diálogo este país iba a la ruina. Y aun después de la primera ronda de conversaciones, las cosas fueron difíciles. Las tensiones, los golpes y contragolpes retrasaron todavía unos años un diálogo que comenzara a ser provechoso. E incluso ese diálogo tuvo que recibir nuevas energías de la presión internacional, escandalizada por el derramamiento de sangre, incluida la sangre martirial de algunos de los primeros propiciadores del diálogo.
Hoy, con la apariencia de dos Cortes Supremas y con los políticos apostando por el todo o nada, damos ejemplo una vez más de pueblo difícil, donde abundan más las inseguridades que las seguridades. Y no porque nuestro pueblo sea así, sino porque los liderazgos tienen tan baja autoestima que solo el autoritarismo los satisface. Autoritarismo en la empresa privada, que se piensa a sí misma como salvadora de un país al que ha mantenido en la pobreza y en la desigualdad. En los gritos —porque no eran razones— que daba recientemente un líder de la empresa privada contra la inclusión de las trabajadoras del hogar en el Seguro Social, podemos ver el tipo de pensamiento racista que aún reposa en algunas de las mentes de nuestros sedicentes líderes económicos.
Y nuestros políticos no son diferentes. Sus egos se tienen que reforzar con la frase altisonante y la apelación sistemática a una Constitución que violan fácilmente. Basta recordar el derecho constitucional que todos los salvadoreños tenemos desde 1983 a una indemnización al abandonar voluntariamente un trabajo. A pesar de que el plazo para cumplir un mandato constitucional de legislar es de tres años, los políticos ni siquiera han introducido el tema de discusión en la Asamblea. Esto se puede entender de los de derecha, asalariados en el fondo de una empresa privada retrógrada. Pero es inconcebible en políticos que se tildan a sí mismos de izquierda. Todavía más, que se creen la única izquierda de este país. Al final, la incapacidad de dialogar con serenidad en torno a los derechos constitucionales lleva a la indiferencia de políticos bien pagados frente a las necesidades de la población. Unos dan más migajas que otros, pero todos dan migajas. Se ve que para los diputados no existen ni el pecado de omisión ni la violación por omisión de deberes constitucionales. Por eso la indemnización universal, pleno derecho constitucional, sigue en el limbo.
El sistema judicial no es mejor. Exceptuando a la actual Sala de lo Constitucional y a una pequeña minoría en otras salas y otros tiempos, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia han estado en su mayoría sujetos al peso de un Ejecutivo presidencialista y autoritario. Magistrados aprovechados y poco éticos que disfrutaban de tres y hasta cuatro vehículos a su disposición, junto con 600 dólares en vales de gasolina, hasta que el magistrado Belarmino Jaime redujo a uno los vehículos y a 300 dólares los vales, en medio de los lloriqueos y protestas de estos magistrados y magistradas paniaguados. Personas cobardes que no dudaron en hacer trampas embolsándose, contra toda ética, dineros que no les correspondían, presentando su dimisión un día antes de terminar su período como jueces de la Corte Suprema. Curiosamente, uno de esos corruptos sin ética fue llamado recientemente para dar cátedra constitucional a los diputados.
Frente a estos liderazgos tan vergonzosos, en los que pululan más los partidarios del aquí-mando-yo que del diálogo, la ciudadanía no debe polarizarse. Hay que decirles la verdad de su triste realidad a todos ellos, de izquierda y de derecha. Pero hay que insistirles en que su camino de redención pasa por el diálogo y no por aumentar la polarización del país. Ellacuría decía en 1982, en plena guerra civil, que el diálogo era necesario porque un triunfo de la derecha significaba dictadura y baño de sangre; y uno de la izquierda, incapacidad para gobernar y nueva guerra civil financiada por Ronald Reagan. Aunque probablemente no les hablaba así a los miembros del Gobierno ni a los insurgentes, los bandos que tenían que impulsar al diálogo, eso era lo que decía en sus círculos de confianza.
Hoy, los tiempos han cambiado: a la derecha no se le puede llamar asesina ni a la izquierda, incapaz de gobernar. Pero lo que les cuesta a nuestros políticos y liderazgos es dialogar. Dialogar entre ellos y con la sociedad civil. Siguen buscando paniaguados que les digan lo que quieren oír, en vez de escuchar a personas que comparten el mismo amor por este pueblo salvadoreño y que piensan con más libertad al no estar ligadas a los intereses del poder y del dinero. "El poder tiende a corromper" —decía Lord Acton— "y el poder absoluto corrompe absolutamente". Hoy podemos decir que el poder sin diálogo con la ciudadanía sigue caminando hacia la corrupción. Y por eso a la ciudadanía le toca no parcializarse políticamente, sino mantenerse independiente y exigir diálogo. Diálogo productivo que lleve a acuerdos y a seriedad en esta patria nuestra que tiene tantos problemas (incluso constitucionales) que no puede darse el lujo de perder el tiempo en peleas entre egos infantiles. Si los diputados, en lugar de pretender imponerse, escucharan la voz de nuestro arzobispo en el asunto de la Sala de lo Constitucional, otra actitud brillaría en la Asamblea Legislativa.