Nayib Bukele, paladín de la soberanía nacional, entregó más de lo que el imperio del norte exigía. No solo aceptó de buena gana el retorno de los deportados salvadoreños y de otras nacionalidades, sino también puso a su disposición la infraestructura carcelaria para acoger a cualesquiera de los criminales peligrosos que guardan prisión en Estados Unidos. Bukele ofreció lo único y lo mejor que tiene: las cárceles. Ambas partes se felicitaron mutuamente. Washington, porque nadie “ha hecho jamás una oferta de amistad” tan grande; y Bukele, porque es un acuerdo sin precedentes en América Latina.
Desesperado por la falta de liquidez, resultado de una política económica errática, también claudicó ante el FMI, otro poder extranjero. Cedió en dos temas cruciales: el bitcoin y la corrupción. Un texto legislativo oscuro y confuso redujo el bitcoin a “moneda” de uso voluntario y la despojó de valor para pagar los impuestos. El invento tuvo vida corta, pese a que estaba destinado, según Bukele, a ser vehículo de “prosperidad económica y libertad financiera”. A finales de 2024, en “el país del bitcoin” había 55 mil pobres más que en 2023 y menos del 10 por ciento de sus habitantes había usado alguna vez la criptomoneda.
Los muchos millones de dólares invertidos en la ocurrencia (en infraestructura, en una billetera digital y en 200 cajeros automáticos) solo enriquecieron a los extranjeros detrás del plan y al clan presidencial. La vocera de Bukele en Washington intentó despejar las dudas sobre el futuro diciendo que se trata de una simple “adaptación a la coyuntura”, mientras su jefe, como es usual en los temas espinosos, guarda silencio.
Otra ley promete honradez y transparencia en la gestión pública, una condición exigida por el FMI. El nuevo instrumento para combatir la corrupción es, según Bukele, “un paso decisivo”. Una promesa que no se pueda dar por sentada. En la primera campaña electoral prometió combatir la corrupción. Hace unos meses, amenazó a los corruptos con la cárcel. Ahora anuncia disposiciones legislativas claras, rotundas y penas duras. La supresión de la Cicies dio vía libre a la corrupción autorizada. Las amenazas no se concretaron. En sentido estricto, la ley es innecesaria, porque ya existe abundante legislación contra la corrupción, instituciones para verificar la honradez de los funcionarios, para controlar el enriquecimiento ilícito y para interponer denuncias, y ordenamientos como la declaración obligatoria del patrimonio.
Pese a ello, la corrupción goza de buena salud. La legislación es ignorada; la declaración de patrimonio, cuando existe, es engavetada; las investigaciones no concluyen; las denuncias no son escuchadas y las maniobras de los poderosos están resguardadas por riguroso secreto oficial. Sería sorprendente que las declaraciones patrimoniales de los funcionarios, en especial de Bukele y su familia, fueran del dominio público. Así como también las denuncias de corrupción y las averiguaciones de la Fiscalía y la Policía. La limpieza puede comenzar con los altos funcionarios que Washington declaró hace ya tiempo “actores corruptos” y con algunos de los señalados por la prensa independiente, como el primer ministro de agricultura, el ministro de salud o el carcelero mayor, entre muchos otros. Entonces, la nueva ley sí sería “un paso decisivo”.
Otros pasos igualmente firmes consisten en eliminar la impunidad de los corruptos con carné, reforzar la investigación independiente, eliminar el secreto y generar confianza en la opinión pública para que denuncie a los corruptos. La lucha contra la corrupción no es, primariamente, una cuestión de leyes y penas duras, sino de honestidad y voluntad política. Dos condiciones que Bukele no puede satisfacer sin destruirse. No puede erradicar la corrupción, porque su dictadura es corrupta. La nueva ley no es el comienzo de ningún “esfuerzo firme”. Está por verse si el FMI se contenta con una simple declaración de buenas intenciones. En cualquier caso, Trump bien puede corresponder a la claudicación de Bukele forzando al Fondo a contentarse con buenas palabras.
Dos lecciones importantes se pueden sacar de estos hechos. La primera, Bukele no es consistente. Antes se negó rotundamente a ser el patio trasero de un poder extranjero, ahora es vertedero de los desechos humanos de la presidencia imperial de Trump. Antes comió a gusto de la mano de los chinos, ahora come con igual placer de Washington. La segunda lección, Bukele no es invencible por muy alto que se encumbre. Su poder es limitado como lo evidencia su actitud genuflexa ante las exigencias del imperio. Se inclinó humildemente ante un poder más fuerte que el suyo. El movimiento contra la minería metálica tiene potencial para acumular poder y ponerlo en serios aprietos.
El bien general del país no figura en la agenda de su relación con el Washington de Trump, sino el endiosamiento de su figura. No abogó por los salvadoreños indocumentados, sino por los líderes de las pandillas. Ofreció las cárceles en alquiler para aliviar la enorme presión presupuestaria.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.