Castigo sobre castigo

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Editorial UCA
25/08/2025

Tanto el sentido común como la Constitución salvadoreña dicen que “la familia es la base fundamental de la sociedad y tendrá la protección del Estado”. Sin embargo, en el marco del funcionamiento del régimen de excepción, algunas familias no solo no gozan de protección estatal, sino que sufren diferentes formas de exclusión y violencia. En los desalojos, cada vez más frecuentes, hay familias que pierden de hecho el derecho a la vivienda sin recibir una indemnización adecuada. Por su parte, las familias de los detenidos tienen que pagar para que estos reciban un poco más de alimento del que habitualmente se proporciona en las cárceles. Además, no los pueden visitar, a pesar de que la legislación internacional defiende las visitas familiares como una actividad fundamental en los procesos de rehabilitación. En El Salvador, no importa que la rehabilitación sea uno de los objetivos constitucionales de la detención carcelaria; a los detenidos se les considera culpables desde un principio y a sus familiares se les trata como si fueran presuntos cómplices.

En todas las religiones se considera que la familia es un factor fundamental de humanización y de crecimiento en valores. En todas las legislaciones americanas hay referencias a los valores familiares. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos insiste en que la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad. Sin embargo, el régimen de excepción corta de tajo la relación entre los detenidos y su familia. En este sentido, resulta totalmente secundario e irrelevante para las autoridades penitenciarias que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos estipule como un principio básico para todos los Estados americanos “la obligación de adoptar medidas orientadas a fortalecer la familia y proteger el vínculo familiar entre las personas privadas de libertad y sus familias”. Los vínculos familiares no solo ayudan a la reinserción, sino que mejoran el comportamiento en las cárceles. Y para quienes pasan tres, cuatro o cinco años en la cárcel sin juicio y sin defensa, el contacto familiar es el mínimo consuelo que una conciencia humana debería ofrecerles.

Los funcionarios actuales tienen una confianza ciega en el castigo —cuanto más duro, mejor— para solucionar los problemas de la violencia. Aunque algunos de ellos lo vean como un excelente complemento de un castigo arbitrario, el maltrato y estigmatización de las familias de los detenidos es una forma de violencia injusta, generadora de nuevas violencias. Esta forma de tratar a las familias implica, además, sembrar semillas de criminalidad a largo plazo. Porque si el Estado les niega todo tipo de solidaridad, e incluso persigue a las organizaciones que, en concordancia con la Constitución y el derecho internacional, defienden derechos básicos, empuja a los privados de libertad y a sus parientes al resentimiento social. La estigmatización de las familias de los privados de libertad y la aplicación de castigos de forma indiscriminada y extensiva impiden la construcción de una sociedad solidaria capaz de acrecentar la necesaria amistad social y eliminar los mensajes de odio que tanto daño hacen.

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