En diversos foros está de moda decir que la pobreza no genera violencia. Y en ciertos aspectos es verdad. Algunas de las regiones más pobres del país tienen menos violencia que ciertas zonas suburbanas con un ingreso mensual promedio sustancialmente mayor. Sin embargo, como en toda generalización, decir que la pobreza no tiene relación con la violencia es una mentira. Y una mentira grave. En primer lugar, porque la pobreza es en sí misma una forma de violencia social. Los pobres no lo son por casualidad, sino porque muchas veces alguien se queda con una parte del valor de su trabajo. Y en segundo lugar, porque cuando la pobreza aumenta y es claramente injusta, es lógico que provoque reacciones violentas, al menos en algunas personas. Y lo decimos porque la mayoría de gente prefiere soluciones pacíficas, como la migración o trabajar horas extra, si les es posible. Pero queda siempre ese conjunto de algunos, que puede crecer sustancialmente cuando el empobrecimiento de muchos es sistemático y la desigualdad en el ingreso, fruto del trabajo, aumenta día a día.
Aunque según mediciones en base al precio de la canasta básica la pobreza ha disminuido en El Salvador, el empobrecimiento de algunos sectores ha sido constante. Ya decía el PNUD en 2008 que una alta proporción de jóvenes, incluso con mayor nivel educativo que sus padres, tenían en su primer trabajo un salario con menor capacidad adquisitiva que sus progenitores. Los datos dejan bastante claridad al respecto. Si tomamos el salario mínimo de los recolectores temporales de caña, veremos que en 1976 era de 66 dólares (en una conversión de 2.50 colones por dólar); actualmente, tras el último aumento de enero, es de 109.20 dólares, lo que significa un incremento salarial del 65% en 39 años. En la mitad de tiempo, entre 1990 y 2010, la industria azucarera tuvo en el país un crecimiento promedio anual del 6%; en otras palabras, un 120% en 20 años. Y el poder adquisitivo del dólar en 1976 era entre cuatro y cinco veces más alto que en la actualidad. Usando porcentajes podemos decir que la capacidad adquisitiva del dólar de 1976 era un 400% más alta que hoy.
De estos datos podemos concluir que el salario mínimo de quienes cortan caña ha ido decreciendo sustancialmente en su capacidad adquisitiva. Y que el ligero aumento en dólares no se puede comparar con el crecimiento de la industria, es decir, de los propietarios del negocio cañero. Está claro que si las ganancias de una empresa crecen bastante más aprisa que los salarios de sus empleados o de los que están en la base de la industria, hay una evidente injusticia. Porque capital y trabajo deben ir al menos al unísono. Y más si lo vemos desde la sana y lógica doctrina social de la Iglesia, que afirma la prioridad en importancia del trabajo sobre el capital. Pero si además añadimos el deterioro de la capacidad adquisitiva del salario de los más pobres, no hay duda de que hablamos de explotación e injusticia social patente.
Mientras esto sucede con ciertos trabajadores (no solo con los cortadores de caña), nuestra sociedad ha evolucionado y avanzado notablemente hacia una cultura consumista en buena parte desbordada. Los medios de comunicación privados dedican una tercera parte de su programación a la publicidad. En otras palabras, a fomentar el hambre de comprar felicidad. No hay que extrañarse entonces de que se recrudezca la violencia social si empobrecemos a una alta proporción de la gente, pagándole mal y reduciéndole la capacidad adquisitiva de su salario, y además la incitamos sistemáticamente a buscar la felicidad comprando cosas. Empobrecimiento sistemático y cultura consumista no son el mejor coctel para cultivar la paz social. Al contrario, es una mezcla que produce una profunda frustración que se refleja después en la tendencia a emigrar, en la desconfianza en las instituciones y en los políticos, que deberían aportar caminos de solución en vez de, como aparentan, estar más preocupados por sus ventajas y conveniencias de partido.
La pobreza injusta, la desigualdad, el empobrecimiento de muchos mientras otros se enriquecen y exhiben su riqueza tienen que ver con la violencia. Hay que insistir en ello porque en nuestro país se repiten frases como “que los maten a todos”, “quien la haga que la pague”, “volvamos a la pena de muerte” o “retornemos al general Martínez”. Las mismas autoridades de seguridad prefieren hablar de “represión del delito” que de “persecución del delito”, o insisten en un derecho a defenderse de los policías que suena a veces a rienda suelta en favor del gatillo fácil. El simplismo se adueña de los análisis impulsando una especie de guerra contra la delincuencia sin reflexionar adecuada o suficientemente sobre sus raíces estructurales. Si bien es cierto que hay que proteger la institucionalidad, mejorarla, así como proteger y defender a los que están en el campo de la acción contra la delincuencia, no hay que olvidar que aquí tenemos un problema estructural de desigualdad injusta y patente, de empobrecimiento creciente de algunos sectores, de inseguridad económica y de vulnerabilidad. Debemos trabajar con más ahínco las respuestas coyunturales a esta violencia que cada vez se torna más insoportable por ser una epidemia para la que parece no haber cura.