Nos encontramos en el contexto del vigésimo octavo aniversario de los mártires de la UCA. La conmemoración, entendida como presencia viva de su legado, es un buen momento para volver a los textos esenciales que vigorizaron y orientaron su testimonio de fe, esperanza y amor. En esta ocasión, hablamos del padre Ignacio Ellacuría, quien fuera un fiel expositor, textual y testimonial, de la espiritualidad cristiana entendida como una espiritualidad que libera. Así lo declara el padre Jon Sobrino cuando afirma que “no se conoce a cabalidad al Ellacuría intelectual sin captar su comprensión de los Ejercicios de san Ignacio, las homilías de monseñor Romero y, por supuesto, la realidad relatada y reflexionada de Jesús de Nazaret”. Cada una de ellas, claro está, representa una fuente genuina de espiritualidad cristiana.
Ahora bien, ¿qué dicen algunos de sus textos sobre esta realidad esencial, construidos desde una experiencia intensa donde se ha unificado fe, justicia y compromiso con los pobres? Recogemos aquí tres aspectos planteados por el padre Ellacuría en uno de sus escritos, “Espiritualidad liberadora”, que explican y fundamentan este modo de vivir humano y cristiano.
En primer lugar, frente a las tendencias espiritualistas, para quienes la realidad aparece dividida en dos mundos contrapuestos y autónomos (cielo y tierra, sagrado y profano, interior y exterior, alma y cuerpo, materia y espíritu), Ellacuría sostiene que “una correcta pastoral de la espiritualidad debe partir del supuesto de que lo ‘espiritual’ no es sino una dimensión del hombre individual y socialmente considerado, así como del cristiano personal e institucionalmente entendido”. Son dos dimensiones del ser humano, pero ninguna de ellas tiene autonomía absoluta. En todo caso, tienen una autonomía relativa si se considera al ser humano como una unidad estructural psíquica corpórea. En el Concilio Vaticano II, encontramos un planteamiento similar cuando se afirma que la salvación que el cristianismo ofrece al ser humano implica cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad. En términos más radicales, para Ellacuría, esos ámbitos se dan en unidad y en mutua dependencia:
Lo espiritual y lo material, lo individual y lo social, lo personal y lo estructural, lo trascendente y lo inmanente, lo cristiano y lo humano, lo sobrenatural y lo natural, la conversión y la transformación, la contemplación y la acción, el trabajo y la oración, la fe y la justicia […] no se identifican entre sí […] pero tampoco se separan, de tal modo que puedan cultivarse sin una intrínseca, esencial y eficaz determinación mutua.
En segundo lugar, cuando remite a la comprensión de la espiritualidad cristiana, afirma categóricamente que hombres y mujeres espirituales son aquellos que están llenos del Espíritu de Cristo de una manera viva y constatable. En otras palabras, la espiritualidad supone una forma concreta de vivir el Evangelio, una manera histórica de vivir la pasión por Dios y la compasión por los hermanos. Desde el pensamiento bíblico, Ellacuría argumenta que la promesa del Espíritu está relacionada con el surgimiento de unos corazones nuevos (de carne, no de piedra), de un pueblo nuevo (cimentado en la solidaridad fraterna), de una tierra nueva (donde se garantice justicia y vida plena). Se trata, en definitiva, de una espiritualidad histórica, palpable, transformadora, definida así:
La espiritualidad cristiana no es sino la presencia real, consciente y reflejamente asumida del Espíritu Santo, del Espíritu de Cristo en la vida real de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren ser cristianas. Son entonces espirituales no los que hacen muchas prácticas ‘espirituales’, sino los que, llenos del Espíritu, alcanzan su ímpetu creador y renovador, su superación del pecado y de la muerte, su fuerza de resurrección y de más vida; los que alcanzan la plenitud y la libertad de los hijos de Dios, los que inspiran e iluminan a los demás y les hacen vivir más plena y libremente.
En tercer lugar, al hablar de las características específicas de la espiritualidad cristiana, señala tres fundamentales: centrada cristológicamente en torno a la misión; orientada según el espíritu del sermón de la montaña; y cimentada en la fe, la esperanza y el amor. Estos rasgos tienen como presupuesto, según Ellacuría, lo que Jon Sobrino ha tipificado como honradez y fidelidad a la verdad de lo real. Pues bien, del primer rasgo, subraya el carácter misional de la espiritualidad cristiana. Esta se recibe y se cultiva para ser transmitida y se actualiza en la praxis apostólica del anuncio y realización del reino de Dios. En este sentido, enfatiza que “no se puede separar el momento espiritual del momento misional, no se puede separar el momento de la contemplación del momento de la acción”.
Con respecto al segundo rasgo, Ellacuría explica que en las bienaventuranzas encontramos pautas muy concretas que no pueden ignorarse, porque ahí se nos muestra parte esencial del mensaje cristiano. Es aquí, recalca, donde se debe situar la opción por los pobres y la lucha por la justicia. Y la tercera característica tiene relación con la puesta en marcha del modo de ser de Jesús, donde se nos ha revelado que el ser humano es fe, esperanza y amor. Virtudes teologales que Ellacuría describe en los siguientes términos:
Fe como aceptación en lo visible de lo transcendental y como aceptación agradecida del Dios que se nos da en Jesús; esperanza como lanzamiento y apertura del hombre hacia un futuro por hacerse y como espera de una promesa, hecha definitiva en Jesús; amor como respuesta al Dios que nos amó primero y en cuyo amor originario podemos darnos totalmente a otros, en el esquema de una entrega hasta la muerte, que trae consigo la plenitud de una vida resucitada.
Esta es, pues, una espiritualidad que transforma.