Cualquiera que sin conocer El Salvador leyera la Constitución de la República pensaría que en el país hay un enorme aprecio por la ética. En efecto, para todos los funcionarios públicos, la Constitución pide moralidad notoria, concepto que para fines prácticos no se diferencia de la ética. Y se supone, salvo que nos digan lo contrario los miembros de la comisión creada para reformarla, que la Constitución es el máximo instrumento legal y moral que rige la vida pública. Sin embargo, la situación real está muy lejos de lo que dice el texto constitucional.
Remitiéndonos a lo que vemos cotidianamente en muchos de nuestros políticos, mentir, por ejemplo, no tiene nada que ver con la ética. En la Asamblea Legislativa hay personas que han cometido no solo claras faltas éticas, sino incluso delitos, y ahí siguen a la vista y paciencia de todos. Los sistemas de antejuicio en la Asamblea son más juegos políticos arbitrarios que instrumentos que puedan promover la ética. Si quisiéramos ponernos pesimistas, podríamos repetir, aplicándolas a El Salvador, las palabras de Bolívar, de hace casi 200 años, hablando en general de la situación de América: “Los tratados son papeles, las Constituciones libros, las elecciones combates, la libertad anarquía y la vida un tormento”. Incluso algunos de nuestros políticos podrían apoderarse de la frase para celebrar alegremente el 200.° aniversario de nuestra independencia.
¿Hemos caminado hacia la ética en estos 200 años? Por supuesto que sí. Aunque el machismo continúa siendo una plaga, hay un poco más de respeto a la mujer. E incluso se le puede impedir a un candidato a diputado, por primera vez en la historia del país, participar como tal en las próximas elecciones por insultar a una mujer. Pero los problemas de ética persisten en prácticamente todos los niveles de la farándula política. Y la impresión es que no se hace un trabajo serio por corregir los problemas existentes. De la Asamblea podemos decir que no tiene sistemas de control interno. Y los de la PNC, la Fiscalía y el sistema judicial son muy flojos e ineficientes tanto para las irresponsabilidades profesionales como para los delitos. La ética rara vez se tiene en cuenta.
Esta situación conduce siempre a la decepción y el desánimo ciudadano. Cuando las instituciones son demasiado ineficientes, las personas buscan, en cuanto pueden, soluciones individuales. Y se refuerza así la tendencia a la recomendación tramposa, al favoritismo, al engaño y a la relativización de valores básicos para la convivencia. Surge también, como contraparte, el fanatismo político y la división social. El clima de guerra verbal, que puede pasar a la agresión criminal, como hemos visto recientemente, se establece en la sociedad cuando la ética desaparece. Un moralista innovador en el siglo XVI, el dominico Francisco de Vitoria, culpabilizaba a las élites gobernantes, en cuenta las españolas, de las frecuentes guerras injustas: “Las más veces, entre los cristianos, toda la culpa es de los príncipes. Porque los súbditos pelean de buena fe por sus príncipes. Y es una iniquidad que, como el poeta dice, paguen los aqueos los delirios de sus reyes''.
Hoy no hay reyes que emprendan guerras, pero sí líderes políticos incendiarios con discursos delirantes, o con cinismos y mentiras que generan tensión, cuando no delitos. Y están activos tanto en los grandes Estados como en las pequeñas naciones como la nuestra. Frente a esta realidad, le corresponde a la sociedad civil y a la ciudadanía crítica hacer llamados a la racionalidad política. Un país como El Salvador, con tantas dificultades materiales para caminar hacia el desarrollo sostenible, requiere esfuerzos colectivos y proyectos de realización común. En este contexto, la ética no se puede ver como simplemente un código de conducta. Es una exigencia de bienes universales, de diálogo, de poner los problemas con transparencia sobre la mesa, de buscar soluciones consensuadas y de tener la capacidad de sacrificar ventajas personales en beneficio del bien común. Si no damos pasos en esa dirección, no haremos más que transmitir a las siguientes generaciones un modo corrupto de actuar. De hecho, esa transmisión intergeneracional de la corrupción y la inmoralidad notoria ya se está dando y viendo en nuestro país.
* José María Tojeira, director del Idhuca.