El Instituto de Derechos Humanos de la UCA, el IDHUCA, hasta la muerte martirial de su fundador, no había incursionado directamente en los renglones torcidos del mal llamado sistema de justicia salvadoreño. Lo hizo en 1990 y 1991, por razones evidentes. Además del padre Segundo Montes, fueron ejecutados salvajemente, obedeciendo órdenes del alto mando castrense, cinco jesuitas más y dos mujeres: Julia Elba Ramos y Celina, su adolescente hija. Golpearon la cabeza de una casa de estudios, cuyo compromiso era y sigue siendo el de sumar en la lucha por el respeto de los derechos humanos, sobre todo en lo concreto; es decir, ubicándolos en una realidad como la nuestra y no desde la abstracción teórica, desde las mayorías populares, para ser fiel al pensamiento que desarrolló Ignacio Ellacuría.
Para el que fue rector de la UCA, también inmolado por quienes hasta la fecha aún disfrutan de una impunidad cada vez más precaria ante las demandas de las víctimas, había que "historizar" los derechos humanos teniendo en cuenta que su cómoda contemplación desde los graderíos de un estadio llamado El Salvador legitimaba y entronizaba el "mal común". Entonces, para jugar en serio, había que meterse a la cancha, atacar las causas que generaban las violaciones a dichos derechos y defender a quienes sufrían los atropellos de los poderes, que a final de cuentas se aprovechaban del discurso de los derechos humanos para utilizarlos ideológicamente en función de sus intereses.
Esa dupla integrada por Montes y Ellacuría posibilitó la creación del IDHUCA en 1985. Desde sus inicios, el Instituto saltó al campo de la realidad nacional para enfrentarse a los que eran contrarios a los intereses de las mayorías populares, agraviadas por las marrullerías propias de ciertas minorías privilegiadas. Al principio, lo hizo sumándose a los esfuerzos del Socorro Jurídico Cristiano, también fundado por Montes, en aras de brindarle asistencia legal gratuita a quienes no tenían los recursos económicos para contratar abogados.
El derecho no necesariamente es sinónimo de justicia; menos cuando es parte de un sistema en el que, por lo general, solo se benefician los que tienen dinero. En todo caso, debería ser un medio para alcanzarla; pero para ello hay que pagar los servicios de un refuerzo profesional. Por ello, desde 1975 el Socorro Jurídico Cristiano y desde 1985 el IDHUCA se dedicaron a trabajar en ese campo.
Y es que cuando el poderoso es o se siente absoluto, no respeta límites para el uso abusivo de las reglas del juego o para su total irrespeto, en función de preservar lo que asume como propio e intocable. Y juega más sucio cuando siente que está ante el riego cierto de ser derrotado en lo económico, político, militar, mediático o social. Por eso asesinaron a los seis sacerdotes jesuitas, a Julia Elba y a Celina. Por eso, sobre todo desde mediados de la década de 1970 hasta el fin de la guerra, corrió tanta sangre inocente en este país en medio de una sucia partida apoyada ciega y ferozmente desde la Casa Blanca, con Reagan y Bush padre como principales estrategas y patrocinadores del equipo oficial. También los rivales de este en ocasiones jugaron sucio, pero no eran Gobierno ni ocuparon entonces las instituciones públicas para ello.
Callaron los fusiles y no llegó la paz, más que para las dirigencias de los dos equipos hasta entonces enfrentados. Y no todos sus integrantes se dedicaron a jugar limpio. De ahí que durante los primeros años de la dolorosa posguerra, no cesó el criminal accionar de los escuadrones de la muerte, que siguieron asesinando no solo por motivos políticos. Una de las víctimas fatales de ello fue Ramón Mauricio García Prieto Giralt, hijo de Gloria y Mauricio, quienes hoy en día son dos de los símbolos más grandes de la lucha contra la impunidad en el país.
Sin más que su dolor, su dignidad y su valor, estas dos personas —también víctimas de un sistema que sigue protegiendo a los autores intelectuales de su tragedia—conmemoraron el 10 de junio los dieciocho años del vil asesinato de su hijo, cuya autoría material se atribuye, de manera certera y comprobada, a un antiguo miembro de la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos de la entonces agonizante Policía Nacional y sargento investigador de la —en esa época— naciente corporación civil que se encargaría de la seguridad pública. También se acusó a otros dos individuos, uno ligado a la estructura de la inteligencia militar y el otro señalado como informante de los aparatos represivos del Estado durante la guerra. Únicamente estos dos últimos fueron procesados y sentenciados.
Gloria y Mauricio tenían con qué pagar servicios profesionales para luchar por la justicia en su caso. Pero el poderoso criminal que dio la orden de matar y pagó para que se cumpliera tenía más que eso: tenía la posibilidad de manipular a su favor las instituciones estatales para protegerse y quedar sin castigo. Por eso, Gloria y Mauricio acudieron al IDHUCA en octubre de 1994 e hicieron que el Instituto pasara de la asistencia legal y el trabajo desplegado en materia migratoria, como forma inicial de materializar su compromiso con las víctimas de violaciones a derechos humanos, al litigio estratégico para hacer funcionar el sistema o desenmascarar desde sus inicios la falsedad o la nula profundidad de los cambios producto de los acuerdos entre el FMLN y Arena.
Ambos partidos tienen una deuda con Gloria y Mauricio García Prieto, pues ni Antonio Saca ni Mauricio Funes en su calidad de jefes de Estado cumplieron con la esencia de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humano para este caso, que manda investigar, ubicar y sancionar a todos los responsables del asesinato de Ramón Mauricio. Funes aún tiene chance de hacerlo; ojalá Saca no tenga de nuevo esa oportunidad. Pero, como sea, Montes y Ellacuría siguen vivos acompañando a estas y a todas las víctimas que acuden a solicitar el apoyo del IDHUCA, desde donde se reconoce el enorme aporte de Gloria y Mauricio, luchadores por el verdadero cambio y sostenedores de la esperanza que nada ni nadie debe matar. Gracias, pues, a ambos.