Grande es su herencia

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El 12 de marzo de 1977 fue asesinado el padre Rutilio Grande, cuando se dirigía a celebrar una misa en El Paisnal. Junto a él fueron ejecutados dos de sus colaboradores: Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus. Murieron ametrallados por miembros de los escuadrones de la muerte vinculados a la desaparecida Guardia Nacional. El próximo 12 de marzo se cumplirán 39 años de su martirio. El aniversario de este año tiene la novedad de que ya está en curso su proceso de beatificación. ¿Por qué, al igual que el beato Romero, Rutilio va en camino a la ejemplaridad universal cristiana? Queremos responder esta pregunta a partir del testimonio de dos personas que conocieron la coherencia y profundidad humana y cristiana del padre Tilo, como era popularmente conocido. Ignacio Ellacuría y monseñor Óscar Romero nos ofrecen un perfil de este hombre bueno y recio cristiano.

Ellacuría, en un texto escrito en 1977 a raíz del asesinato, asegura que al padre Tilo lo mataron por hacer lo que hizo Jesús de Nazaret y por hacerlo como Jesús de Nazaret lo hacía. Y en seguida describe a Rutilio como un “hombre de paz, que rechazaba toda forma de violencia; […] un seguidor de Jesús, que estaba decidido a juntar el anuncio de la fe con la promoción de la justicia, que estaba comprometido a ser voz de los que no tienen voz”. Ellacuría admira y valora el hecho de que el padre Rutilio les hablara a los campesinos con un lenguaje y un modo que hacía recordar a los padres de la Iglesia. Y con la seriedad de las convicciones profundas declara: “[Rutilio] estaba tan cerca de Dios y tan cerca de los campesinos que no le era difícil poner en comunión a los campesinos con Dios. No predicaba una fe muerta, sino una fe operante; no quería opio para el pueblo, sino esperanza activa”.

Por otra parte, habla del padre Grande como “un sacerdote hasta la médula de sus huesos; más aún, como un pastor”. Y recuerda lo siguiente: “Había sido profesor y prefecto del Seminario arquidiocesano […]; pionero de la pastoral campesina; hombre religioso, que había visto una nueva luz después de Medellín. En la plenitud de su edad había decidido entregar su vida predicando el reino de Dios a los campesinos. Lo primero que hizo, junto a sus colaboradores, al llegar a su inmensa parroquia rural, fue misionar en dos cantones, en circunstancias de sacrificio y austeridad sin límites”.

Y al situar la misión pastoral (liberadora) del padre Grande en aquellas circunstancias históricas de injusticia y represión, Ellacuría sostiene que era previsible que se desatara la cólera y la rabia de quienes se veían amenazados por la predicación del reino de Dios. Y el pretexto de aquella cólera era bien sabido: “Son comunistas que están soliviantando al campesinado contra los terratenientes”. Pero Ellacuría aclara: “No era así. El padre Grande tenía un cuidado exquisito en separar el anuncio de la fe de toda forma de organización campesina, por muy legítima que fuese”.

Por su parte, monseñor Romero, en la homilía del primer aniversario del martirio del padre Tilo, escoge el tema de la verdadera grandeza humana. Afirma que esta no consiste en tener títulos, riquezas, dinero, sino en ser más humano. Y lo ejemplifica con la trayectoria del padre Rutilio, quien en su madurez humana y cristiana retorna a su pueblo: “Llega con el cariño del hombre que ha crecido en su corazón, pasando por universidades y por libros y estudios. Aquel hombre ha comprendido que la verdadera grandeza donde lo ha conducido toda su inteligencia, su vocación, todo, no está en haberse ido de aquí para ser más rico en otro pueblo, sino en volver a su pueblo, amando a los suyos. Esto es la verdadera grandeza”.

Según Romero, la grandeza humana de Rutilio está estrechamente vinculada con su fe cristiana que, empapada del espíritu de san Ignacio de Loyola, sabe preguntarse ante el Cristo crucificado qué he hecho, qué hago, y qué puedo hacer por él. La vida de este religioso, para monseñor, es la respuesta a estas preguntas. El beato mártir la describe, con rasgos muy entrañables, en los siguientes términos:

Así se explica una inspiración de una vida consagrada a Dios, que lo haya hecho incansable por esos caminos polvorientos, con su alforja, como un peregrino campesino, llegar a las casitas humildes y sentirse hermano entre los pobres. Entre los campesinos sentirse el hombre más encarnado porque llevaba a Cristo en su corazón como buen jesuita, a vivir y a sentir a Cristo […], que no se aprende únicamente en el retiro espiritual, sino conviviendo aquí donde Cristo es carne que sufre […], donde Cristo es persecución […], donde Cristo es enfermedad que sufre por consecuencia de tantas intemperies y de tantos sufrimientos, aquí es Cristo con su cruz a cuestas, no meditado en una capilla junto al viacrucis, sino vivido en el pueblo, es Cristo con su cruz camino del Calvario. Este es el Cristo que se encarnó en este religioso, en este jesuita seguidor de Jesús.

Ellacuría y Romero, pues, nos hablan de Rutilio como un hombre que, desde una fe que se comprende como convicción de vida, estaba cerca de Dios y cerca de su pueblo. Lo primero lo llevaba a una búsqueda apasionada de la voluntad de Dios (la justicia distributiva); y lo segundo, a involucrarse con los suyos, sirviéndoles solidariamente. “Grande es su herencia. Y no puede quedar encerrada en una tumba”.

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