En el discurso ante representantes de la sociedad civil durante su visita a Quito, Ecuador, el papa Francisco propuso tres valores sociales fundamentales que se requieren para construir una nueva forma de convivencia ciudadana, que contrarreste la idolatría del dinero, la absolutización del mercado y la falta de ética social. Concretamente, habló de la gratuidad, la solidaridad y la subsidiariedad. A juicio del papa, el origen y cultivo de esos valores tiene como punto referencial a la familia, donde “todos contribuyen al proyecto común, todos trabajan por el bien común, pero sin anular al individuo; al contrario, lo sostienen, lo promueven, se pelean, pero hay algo que no se muere, ese lazo familiar”. Y precisamente ese lazo de familia es el que Francisco espera sea vivido y potenciado en la convivencia de las personas y los pueblos, en la configuración de las estructuras e instituciones que norman, inspiran y orientan el modo de estar en el mundo.
La gratuidad, dijo el papa, es requisito necesario para la justicia, al menos en dos sentidos. Por una parte, porque supone e implica el reconocimiento y aceptación de que los bienes de este mundo están destinados a toda la gente; sobre ellos, aunque medie propiedad, pesa siempre una hipoteca social. Se supera así el concepto económico de justicia, basado en el principio de compraventa, con el concepto de justicia social, que defiende el derecho fundamental de la persona a una vida digna. Por otra parte, refiriéndose al cuidado de los recursos naturales, ha afirmado “que ser administradores de esta riqueza que hemos recibido nos compromete con la sociedad en su conjunto y con las futuras generaciones, a las que no podremos legar este patrimonio sin un adecuado cuidado del medioambiente, sin una conciencia de gratuidad que brota de la contemplación del mundo creado”. Y con énfasis proclamó que hemos recibido como herencia de nuestros padres el mundo, pero también como un préstamo a devolver mejorado a las futuras generaciones; y esto, recalca, es gratuidad.
Con respecto a la solidaridad, Francisco aclaró que no consiste únicamente en dar al necesitado, sino en ser responsables los unos de los otros. Si vemos en el otro a un hermano, nadie puede quedar excluido, nadie puede quedar apartado. Habló sobre la situación dramática que viven muchos pueblos latinoamericanos que hoy experimentan profundos cambios sociales y culturales a causa de la migración, la concentración urbana, el consumismo, la crisis de la familia, la falta de trabajo y la pobreza, que producen incertidumbre y tensiones en la convivencia social. En este contexto, la esperanza de un futuro mejor, puntualizó, pasa por ofrecer oportunidades reales a los ciudadanos, especialmente a los jóvenes y a los pobres; por crear un desarrollo sostenible que genere un tejido social firme y bien cohesionado. Pasa por las normas y las leyes, así como por los proyectos de la comunidad civil, que han de procurar la inclusión, la apertura de espacios de diálogo y de encuentro, dejando en el doloroso recuerdo cualquier tipo de represión, control desmedido y merma de libertad. Todo ello, sentenció, es imposible si no hay solidaridad.
De la subsidiaridad el pontífice destacó tres aspectos. Primero, honradez para reconocer lo bueno que hay en los demás —incluso con sus limitaciones— y ponderar la riqueza que entraña la diversidad y el valor de la complementariedad. Segundo, la sociedad civil está llamada a promover la libertad de cada persona para que pueda asumir su propio papel y contribuir desde su especificidad al bien común. Tercero, en una democracia participativa, cada una de las fuerzas y agrupaciones ciudadanas, y cuantos trabajan por la comunidad en los servicios públicos son protagonistas imprescindibles para la consecución de un modelo de sociedad incluyente, que dé prioridad a los pobres, a las personas al margen del camino, a los olvidados de los que nos habla el apóstol Mateo.
En este mismo espíritu, Francisco señaló en Bolivia que el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, de las potencias y las élites. Está, dijo, en manos de los pueblos; en su capacidad de organizarse y cultivar con humildad y convicción los procesos de cambio. Y en seguida propuso tres tareas ineludibles que requieren el decisivo aporte del conjunto de la sociedad.
La primera tarea es poner la economía al servicio de los pueblos; los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos no, exhortó el papa, “a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre Tierra”. El segundo compromiso es unir a nuestros pueblos en el camino de la paz y la justicia. Los pueblos del mundo, dijo Francisco, “quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados”. La tercera tarea, quizás la más importante que se debe asumir hoy, es defender la Madre Tierra. “La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un grave pecado”, advirtió el papa.
Gratuidad, solidaridad y subsidiaridad constituyen las bases de lo que Francisco ha denominado la cultura del encuentro, que se plantea como una alternativa frente a la cultura predominante que produce desencuentro entre las personas y los pueblos. En la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Aparecida), se denunció que en el continente hay una especie de nueva colonización cultural que se caracteriza por la autorreferencia del individuo y que conduce a la indiferencia por el otro. También se verifica y cuestiona una tendencia hacia la afirmación de los derechos individuales, sin un esfuerzo semejante para garantizar los derechos sociales, culturales y solidarios, lo que va en perjuicio de la dignidad de todos, especialmente de los más pobres y vulnerables. De ahí que la característica dominante del mundo actual es la indiferencia por el destino de los excluidos, de las nuevas generaciones y de la misma casa común, que es objeto de depredación y contaminación.
En suma, el comportamiento individualista, no cooperativo (el “sálvese quien pueda”), será con toda seguridad desastroso, suicida y criminal para todos. En cambio, el esfuerzo colectivo de cordialidad y empatía conseguirá que todos llevemos una vida más fraterna, racional y humana; específicamente, posibilitará una generosa apertura a las nuevas formas de pobreza y fragilidad. En este plano, el papa suele recordar a las familias sin techo, los refugiados, los migrantes, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, entre otros. ¿Cuál es el camino, pues, para construir ciudades incluyentes y justas? La respuesta de Francisco es gratuidad, solidaridad y subsidiaridad.