La política sin imaginación no es más que un modo corrupto de responder a intereses. Y entendemos imaginación como la búsqueda incansable de lo humano, la capacidad de universalizar servicios y bienestar, el ingenio que construye sociedades más humanas y más solidarias. Y dicho esto, pasamos al tema de las pensiones. El sistema de pensiones salvadoreño fue selectivo y excluyente desde el primer momento. Se basaba en apoyar a aquellos que podían aportar dinero. No se precisaba que fueran muy trabajadores ni que supieran producir riqueza. Simplemente se les pedía que estuvieran dentro del sistema de empleo formal y cotizaran. Eran solo el veinte por ciento de la población, pero se les beneficiaba bajo el supuesto de que bastaba con tenerlos a ellos de parte del poder para hacer gobernable El Salvador. De imaginación, nada; de interés, mucho.
Después, en 1998, Arena volvió todavía más selectivo y cerrado el sistema de pensiones. Lo privatizó para que los ricos del país pudieran hacer más dinero. Y dificultó aún más la posibilidad de un sistema universal de pensiones, que es lo mínimo que puede imaginarse en una democracia desarrollada. La privatización del sistema de pensiones fue un acto de imaginación al revés. La imaginación creativa está al servicio de lo humano; la imaginación de quienes privatizaron las pensiones está simplemente al servicio del bolsillo de unos pocos. No es imaginación humana. Es simplemente interés bruto. Y así está ahora el asunto, con unas pensiones inferiores a las que se daban antes.
El FMLN ha votado ahora unas reformas que empobrecen todavía más el sistema de pensiones. Y, por supuesto, lo mantienen igual de cerrado. Ahora, además de servir al bolsillo de los dueños del sistema, sirve también al Estado para manejar sus deudas, mientras empobrece el futuro de la clase media y anula la posibilidad de un sistema de pensiones universal. ¿No se puede tener imaginación en el país? ¿Tan hechos leña estamos que ya es imposible pensar en un sistema de pensiones universal en un plazo de cinco años? Nadie debate posibilidades, nadie hace cuentas de cómo podría ser factible, nadie quiere imaginar sacrificios de nadie a favor de los más pobres.
Ante eso, bueno es proponer un esquema, al menos para discusión. Al que no le guste el esquema, puede proponer otro. O simplemente aceptar que es un racista, que desprecia a la mayoría pobre de este país, y que se queda egoístamente feliz pensando que solo una minoría tendrá pensión en el largo plazo, aunque sea pequeña. Van, pues, algunas ideas simples para la discusión. Sería iluso pensar que estamos dando soluciones al problema. Pero es evidente que el sistema de pensiones que tenemos es una desgracia que ha ido empeorándose cada vez más, y que urge empezar a pensar en algo diferente.
Pensemos primero en subir la edad de jubilación a los 65 años, tanto para hombres como mujeres. Los que han superado los 50 años de edad tienen hoy una expectativa de vida superior a los 75 años. Queda tiempo, pues, para disfrutar una vejez feliz. Durante ese tiempo extra, de 60 a 65, el pensionable daría 25 centavos más para un fondo solidario que garantizara pensiones universales. Un segundo paso consistiría en que la empresa pague 50 centavos más por persona, destinados solidariamente a un fondo para pensiones universales compensatorias y no contributivas. En tercer lugar, se podría abrir una rama del nuevo sistema de pensiones en el que por una módica cantidad (entre uno y cinco dólares mensuales, por ejemplo) se asegure una pensión compensatoria relativamente más elevada que la mínima. Y finalmente, poner la pensión compensatoria a partir de los 70 años de un modo universal: cien dólares para los que no hayan podido cotizar; un poco más para los que han cotizado algo, según escalas de cotización y tiempos cotizados.
¿Es demasiado simplista todo esto? Claro que sí. Pero es mejor empezar la discusión con una simpleza que quedarse callado ante este sistema de pensiones excluyente, monetarista y más al servicio de unos pocos que de los mismos cotizantes. Porque, en efecto, en el actual sistema se benefician primero los accionistas de las administradoras de pensiones. A continuación, los grandes bancos, que gracias a las últimas reformas pueden seguir prestando dinero al Estado salvadoreño con la seguridad de que este pagará sus deudas. Después, los burócratas del Estado, que pueden seguir cobrando sus deudas. Y por último, los cotizantes, que no llegan ni a la cuarta parte del pueblo salvadoreño. Los que se callan, sean de izquierda o de derecha, no son más que personas incapaces de pensar más allá de sus narices, incapaces de olisquear más que el aroma del egoísmo y del dinero. El sistema de pensiones debe ser puesto en discusión. Y el derecho a una ancianidad digna, que en las sociedades decentes incluye un sistema de pensiones universal, debe aparecer de una vez por todas en el debate salvadoreño. Con más imaginación y con menos intereses individualizados, a todo el país le iría mejor.