Infierno carcelario

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El asesinato de 14 reos en el interior del penal de Quezaltepeque, ocurrido el fin de semana pasado, es una expresión de los niveles de barbarie que golpean a la sociedad salvadoreña, una de las más graves ocurridas en los últimos años en una cárcel. En enero de 2007, 21 reos fueron masacrados en Apanteos; en septiembre de 2013, seis menores de edad fueron asesinados en el centro de Tonacatepeque. Los nombres de las nuevas víctimas de este torbellino que parece no tener fin son Erick Alberto Escobar, José Ernesto Durán, Enmanuel de Jesús Lovato, Víctor Manuel García, José René Rubio, Henri Mauricio Artiga, José Antonio Gutiérrez, Oscar Alfredo Grijalva, Carlos Ernesto Herrero, Giovani Esaú Santos, Cristian Giovani Artiga, René Mauricio Valle, Carlos David Campos y Santos Mauricio Aguilero. Según el ministro de Justicia y Seguridad, Benito Lara, las primeras indagaciones apuntan a una posible purga interna en la estructura delincuencial de la pandilla 18R. Sin conocer todavía los resultados de la investigación definitiva, lo que sí podemos asegurar es que la posibilidad de rehabilitación y reinserción fracasó en cada uno de ellos.

Ahora bien, con esta matanza salen a la luz no solo los posibles conflictos internos de las pandillas, sino también el grave problema de sobrepoblación y hacinamiento del sistema carcelario. Una problemática que debilita las capacidades para el control, atención, rehabilitación y reinserción de las personas privadas de libertad; favorece la corrupción; vulnera la seguridad de los recintos y propicia la comisión de hechos delictivos. Según la Dirección General de Centro Penales, actualmente la población reclusa sobrepasa los 30 mil, pero los 19 centros penales existentes solo tienen una capacidad para albergar 8 mil 100 personas. Así, la sobrepoblación casi alcanza el 300%.

El estudio “La situación de la seguridad y la justicia 2009-2014”, del Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA (Iudop), explica que la sobrepoblación carcelaria no solo vulnera la seguridad de los centros, sino que ha permitido que los reclusos tomen el control interno de las cárceles. Esto ha derivado en el funcionamiento de extensas redes criminales al interior de los penales, que ordenan la ejecución de diversos delitos hacia el exterior. Asimismo, el estudio señala que los actuales niveles de sobrepoblación penitenciaria, al superar por mucho los parámetros críticos establecidos internacionalmente, dificultan la adecuada separación de los internos. En consecuencia, la falta de aplicación de una política de clasificación y separación de internos en función de su situación jurídica expone a los que aún no han sido condenados a complejos procesos de socialización criminal.

Otro factor sustancial de este problema, según el Iudop, es el hecho de que las cárceles destinadas para las maras presentan por lo general condiciones de habitabilidad más deplorables que el resto, no solo debido a sus elevados niveles de hacinamiento, producto del continuo ingreso de pandilleros a las cárceles, sino al abandono sistemático y deliberado por parte del Estado. Por otro lado, los miembros de las pandillas son considerados por los operadores del sistema como una población particularmente difícil, dadas sus dificultades para seguir reglas, su alto consumo de drogas y sus patrones comportamentales.

Frente a esta realidad, el Plan El Salvador Seguro contempla el reordenamiento de la población reclusa según criterios legales (peligrosidad y fases de cumplimiento), la reducción del hacinamiento, la adecuación de infraestructura, el uso de tecnología para garantizar la seguridad, y la ampliación de programas de rehabilitación y reinserción. Y algunas de las acciones propuestas para ello son instalar en todos las cárceles bloqueadores de señal de teléfonos celulares; instalar escáneres para evitar el ingreso de ilícitos; mejorar la infraestructura de los centros penitenciarios; ampliar su cobertura; y desarrollar proyectos productivos, educativos y de inserción social, ampliando el alcance del programa “Yo cambio”. Vale recordar que con este programa se buscó darle fuerza a la voluntad de los internos de iniciar el cambio personal que requiere todo proceso de rehabilitación. Se trata de un modelo de justicia restaurativa, mediante el cual se busca que los reclusos se conviertan en sujetos de cambio, con una visión de restauración del daño.

La espiral de violencia conlleva el peligro de que las políticas de seguridad se vuelvan rigoristas y predominantemente punitivas. Desde la perspectiva humanista, el fin primordial de las instituciones penitenciarias es la reeducación y reinserción social de los sentenciados a penas y medidas privativas de libertad. Sin embargo, en la realidad domina más la retención y custodia que la reeducación y reinserción social. De ahí que sea importante recordar que el Gobierno dice concebir la seguridad pública como parte integrante de la seguridad humana. En palabras de sus voceros, “la asume como una política de Estado, basada en la Constitución de República y en el espíritu de los Acuerdos de Paz, el respeto a la dignidad humana, la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana”.

Casos como el del penal de Quezaltepeque revelan un fracaso importante: no se ha llevado con éxito ni la retención y custodia, ni la reeducación y reinserción social. Por ello es necesario implementar acciones alternativas que, garantizando la seguridad ciudadana, aseguren y permitan la rehabilitación del delincuente. En este sentido, el estudio del Iudop recomienda dar continuidad a la implementación de la política penitenciaria bajo el modelo de atención penitenciaria integral. Señala, además, que para asegurar la sostenibilidad y mayor impacto de los esfuerzos iniciados por la Dirección de Centros Penales en el pasado quinquenio es fundamental ampliar la cobertura de los programas de rehabilitación y reinserción, ya no solo a aquellos internos que se encuentran en fase de confianza o en tránsito a la recuperación de su libertad, sino al resto de población penitenciaria que está cumpliendo una condena. Asimismo, recomienda dar continuidad a los procesos de formación de los agentes penitenciarios y al Plan Cero Corrupción.

Tomar en serio este tipo de sugerencias podría abonar a una más adecuada retención y custodia de los privados de libertad. Podría evitar, en definitiva, que se produzcan acciones violentas contra la vida de los reclusos, aun la de aquellos que han sido procesados o juzgados como responsables de homicidios dolosos.

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