La fiesta llevada a cabo en un penal con el conocimiento de las autoridades se ha convertido en un escándalo de tonos moralizantes fuertes. Ciertamente, existen razones para el escándalo y para pedir cuentas al Gobierno. Pero el hecho en sí mismo expresa con claridad meridiana la debilidad institucional del país. Mientras los Gobiernos, en plural, elaboran planes de seguridad de toda clase, fortalecen a la Policía, sacan a la calle al Ejército, llenan las cárceles de pandilleros y propagan un discurso demagógicamente duro, en varias ocasiones les han permitido montar una discoteca en los centros penales.
Mientras voces airadas de toda clase exigen investigación, el Gobierno se refugia en la Fiscalía, porque no se atreve a explicar lo sucedido, como tampoco osa entregar la documentación de los viajes y gastos del último presidente, ni a capturar a los ex altos oficiales reclamados por la justicia española. La investigación policial y política en El Salvador todavía no ha aclarado ningún crimen importante. Pensar que en este caso sí se llegará a los hechos y a sus responsables es una expectativa falsa.
Escudarse en la judicialización, un vicio perverso de larga data en el país, es escabullir la verdad y contemporizar con la indecencia, no solo por el espectáculo de las mujeres, sino sobre todo por la hipocresía. El recurso a la Fiscalía consiente que funcionarios inútiles y corruptos permanezcan en sus puestos. La verdad es que están ahí no por competencia e integridad, sino por lealtad a la dirigencia del partido.
Los delitos que se puedan haber cometido corresponde investigarlos a la Fiscalía, sí. Pero la decencia y la ética obligan al Gobierno a pedir cuentas a sus propios funcionarios y a dar cuentas a la ciudadanía. Todos los funcionarios relacionados con el hecho ya deberían haber renunciado o ya deberían haberles pedido la renuncia. No es de recibo argüir que eran ajenos a los hechos, porque ellos son responsables de las acciones de sus subalternos.
No deja de ser sorprendente que nadie sea responsable de la fiesta carcelaria. El silencio gubernamental, las sesudas explicaciones de los altos funcionarios para explicar lo inexplicable y el anonimato de los responsables son otras de las características típicas de la institucionalidad salvadoreña. Es la misma ignorancia o la pretendida inocencia sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la guerra civil; la misma que tolera la corrupción y la liberalidad con la que las pandillas controlan los centros penales. No hay explicaciones, ni responsables, ni quién investigue. Tampoco se puede preguntar, a juzgar por la desafortunada intervención presidencial. Si cuestionar es faltar al respeto al ahora Ministro de Defensa y al Ejército, no cuestionar es acomodarse al delito y la deshonestidad.
El escándalo ha puesto al descubierto, para mayor chirigota, la costumbre de disfrutar de estos festejos penitenciarios el día de la patrona. Los responsables de estos desmanes son los mismos que han decretado clases de moral y cívica. Pero eso no es todo. Según las declaraciones de algunos funcionarios, en el día de Nuestra Señora de la Merced, los controles penitenciarios también tienen feriado. Por ende, ese día el ingreso de personas y objetos al penal es libre (incluida la discoteca con sus danzantes), la vigilancia es menor e incluso algunos agentes departen relajadamente con los pandilleros detenidos (los mismos a los que el Gobierno llama terroristas y que asesinan a policías y a sus familiares).
Las autoridades quedan muy mal paradas tanto si alegan desconocimiento de los hechos como si argumentan no haber autorizado la fiesta. Si alegan desconocimiento, son muy poco confiables, nadie puede sentirse seguro con ellas, puesto que desconocen lo que sucede delante de sus propias narices. Si autorizaron la fiesta, su complacencia con aquellos a quienes llama terroristas es un insulto para las víctimas de las pandillas y hace mofa de su propia legislación, de sus comisiones, de sus planes de seguridad y de la sociedad, que sufre el terror de los pandilleros —como también el de policías y soldados represivos—. Mientras, los pandilleros se ríen de ministros, Ejército, policías, fiscales y jueces.
El escándalo evidencia que los Gobiernos no controlan los centros penales. La única cosa buena que se saca de esto es que la presión de la opinión pública, a través de las redes sociales, dificultad la ignorancia, el encubrimiento y la impunidad.