Intereses vergonzantes

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Rodolfo Cardenal
29/06/2016

Las razones de los partidos políticos para no identificar sus fuentes de financiamiento son triviales y falsas. Los principales argumentos esgrimidos son falta de madurez política de la sociedad salvadoreña, temor al secuestro del donante rico y al despido del donante pobre —si contribuye a financiar al partido político equivocado—, respeto a la privacidad y posible pérdida de los financistas más generosos.

La madurez política no se alcanza sin la oportunidad de madurar. El mismo argumento suelen aducir los políticos para no actualizar la institucionalidad del país. Al parecer, es más cómodo mantener a la ciudadanía en el infantilismo político, porque eso sirve de excusa para conservar prácticas poco democráticas. No cabe duda que se sienten bastante más cómodos con la arbitrariedad autoritaria que con la norma democrática. Si conocieran mejor al pueblo al cual dicen representar, percibirían que es más maduro y más sabio de lo que piensan.

El temor al secuestro es una vieja idea; nacida en los años previos a la guerra civil. La posibilidad del secuestro fue utilizada de manera muy convincente para ocultar los manejos financieros del Gobierno y de la gran empresa privada. Es poco realista pensar que los medianos y pequeños donantes puedan ser secuestrados. La extorsión es bastante más rentable y requiere mucho menos esfuerzo. El gran donante de los partidos, que se desplaza en vehículo blindado y acompañado por un séquito de guardaespaldas, está prácticamente fuera del alcance del secuestrador.

Por otra parte, una reforma legislativa, relativamente fácil, puede ofrecer protección a los donantes medianos y pequeños ante la posible represalia del empleador por financiar a un partido con el cual no simpatiza. En esto, el Gobierno (todos los Gobiernos) procede con la misma arbitrariedad que la empresa privada. El empleado público está obligado a acatar las directrices del partido de Gobierno; en concreto, debe participar forzosamente en sus actividades partidarias, aun cuando no esté de acuerdo. La lógica de esta práctica es sencilla: si el partido emplea, el beneficiado está obligado a contribuir a mantenerlo en el poder.

El respeto a la privacidad del donante es relativo. Desde el momento en que el beneficiario de la donación es un instituto político, por naturaleza público, esa decisión sale del ámbito privado y entra en el general. Por lo tanto, queda sometida al escrutinio público. En este sentido, la legislación actual es tímida, puesto que solo admite la identificación de aquel donante que ha dado su consentimiento. El gran donante prefiere el anonimato, porque se avergüenza de su generosidad. Los más precavidos, para cubrirse las espaldas, financian a los dos partidos con más posibilidades de ganar, aunque entregan más al de sus simpatías. El otro donativo es una garantía necesaria. Pero el bochorno que provocan esas donaciones tiene fácil remedio, pues no tiene sentido financiar esa clase de actividades.

Los políticos, que no suelen ser lógicos, se contradicen en esta cuestión. Mientras se pronuncian en contra de la identificación de sus benefactores, se declaran a favor del acceso a la información y la transparencia. El Gobierno actual, cuando estuvo en la oposición, exigió y prometió transparencia. Ahora resulta que tiene embargados alrededor de cinco mil documentos con la información más diversa. El poder es tan obsceno que necesariamente tiene que ocultarse.

Los partidos políticos no identifican a sus donantes para no hacer del dominio público los intereses con los cuales se han comprometido. No se trata de compromisos ideológicos. Es raro el donativo solo por afinidad ideológica. Ninguna donación es tan generosa como para no pedir una compensación igualmente generosa, que se mide por la rentabilidad de la inversión del donante. Por eso, este tampoco desea ser identificado. En otros lados, precisamente por esa razón, es obligatorio identificarlos. Aquí, el cabildeo y los intereses creados se esconden tras una falsa fachada de honorabilidad y decencia.

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