Es evidente que en una sociedad intercomunicada, global, interdependiente, con una convicción cada vez más clara de la igual dignidad humana, debe haber una justicia internacional. Y también una supervisión internacional de los diferentes modelos de justicia que funcionan en los países. Es absurdo estar afiliado a pactos internacionales y al mismo tiempo tratar de evitar que respecto a nuestras instituciones se nos diga algo. Los casos que han tenido relevancia recientemente nos muestran la importancia de la justicia internacional y la necesidad de aceptarla más allá de la propia visión nacionalista. Un análisis de estos casos nos ayudará a comprender lo que decimos.
El primero es el reconocimiento de Palestina como Estado observador no miembro de las Naciones Unidas. El paso es coherente con los derechos humanos de los palestinos, tan frecuentemente golpeados, y con su derecho a ser nación. El Estado de Israel, que por supuesto también tiene derecho a existir, ha fallado al no tratar como ciudadanos a los palestinos, a quienes considera extranjeros en su propia tierra. Las autoridades israelíes suelen molestarse cuando se les dice que tratan a los palestinos de un modo muy parecido al que dispensaban los blancos a las personas de color en la Sudáfrica del apartheid. Pero es obvio que el maltrato a los palestinos ofende y viola derechos humanos básicos. El reconocimiento internacional de algo básico, como el derecho de los palestinos a tener su propia nación, no debe llevar a Israel a profundizar las ofensas contra ese pueblo con el que necesariamente debe convivir armónicamente, no subyugándolo y maltratándolo. La ampliación de permisos para seguir estableciendo colonias en Cisjordania es simplemente vergonzosa y no puede interpretarse sino como un acto de venganza ajeno a los valores éticos que deben regir las relaciones internacionales.
El segundo caso es el fallo de la Corte de Justicia Internacional sobre el litigio entre Nicaragua y Colombia en torno a las islas y cayos que rodean a San Andrés, y la plataforma marítima de ambos países en esa zona vecina. Los jueces de La Haya dieron las islas a Colombia, como era de esperar, pero ampliaron sustancialmente los derechos de Nicaragua sobre la plataforma marítima. De nuevo, ante un acto de justicia se da una reacción histérica. Porque no puede considerarse de otra manera la reacción del presidente Santos, de Colombia, renunciando al pacto de Bogotá, por el que su país se obligaba a resolver diferendos con otros países a través de la justicia internacional. Heredar, tal vez de la historia de Estados Unidos respecto a América Latina, una cierta matonería de país grande frente a países más pequeños y débiles, es de nuevo una vergüenza en nuestras tierras. Con una misma cultura, Latinoamérica debería ser respetuosa con las estructuras internacionales que de alguna manera nos permiten avanzar hacia una gobernanza mundial. Y más cuando los fallos se producen entre países vecinos y hermanos. El hecho de ser un país grande y con enormes potencialidades, o que su propio capital esté entrando masivamente en Centroamérica, no le da a Colombia la facultad de empezar a mirarnos como su patio trasero.
En El Salvador tenemos también un camino por recorrer. Todavía tenemos recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que no se han cumplido ni se ve voluntad de cumplimiento, especialmente en los casos de monseñor Romero y de los jesuitas de la UCA. Frente al compromiso adquirido por El Salvador de "poner sus mejores esfuerzos" en el cumplimiento de dichas resoluciones, lo que hay es desidia, silencio, falta de diálogo con las víctimas a las que se debe honrar con el acatamiento de resoluciones pendientes desde 1999. Las reacciones despertadas en algunas autoridades del país frente a las declaraciones de la Relatora de las Naciones Unidas para la Independencia Judicial muestran el mismo tipo de inconsciencia que en los dos casos anteriores, aunque en un tema menos grave.
El derecho internacional está pensado para defender los derechos de los pueblos y de las naciones, al mismo tiempo que para proteger al débil frente a la agresión del fuerte. Hoy, cuando la ética nos dice que ninguna guerra de agresión es legítima ni válida, ni siquiera la preventiva, las instituciones jurídicas internacionales son demasiado importantes como para ponerlas en entredicho simplemente porque no hacen o dicen lo que a un país le interesa frente a otro. Al contrario, en un mundo irremediablemente global, y en el que se muestran todavía profundas divergencias, grietas, abusos e injusticias, lo que debemos hacer todos los países es apostar por una adecuada gobernanza mundial. Frente a una economía mundializada y plagada de actitudes injustas frente a los países débiles, frente a la internacionalización de delitos como la droga y el tráfico de personas, o el armamentismo absurdo en un planeta con demasiadas necesidades de desarrollo solidario, solo una institucionalidad internacional sólida puede ofrecer esperanzas. Si los países fuertes, como los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, son muchas veces un obstáculo para la gobernanza mundial, los países pequeños o no tan fuertes deberíamos estar profundamente unidos buscando esa gobernanza mundial justa y solidaria.