Juan XXIII y Juan Pablo II fueron declarados santos de la Iglesia católica. En la homilía de la canonización pronunciada por Francisco, se recordó a Juan XXIII como el papa que en la convocatoria del Concilio Vaticano II demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo; y a Juan Pablo II, como el papa de la familia. Este último, añadió Francisco, dijo una vez que así le habría gustado ser recordado, como el pontífice al servicio pastoral de la familia. Está claro que las actuales generaciones conocen más de Juan Pablo II que de Juan XXIII. Y una de las razones es el tiempo de su pontificado. El primero lo ejerció más o menos recientemente y durante 26 años (1978-2005); el de Juan XXIII, considerado un papa de transición, duró apenas 5 años (1958-1963). No obstante, fue el artífice de una profunda reforma en la Iglesia del siglo XX. Sobre este aspecto queremos centrarnos en las siguientes líneas.
No habían pasado tres meses desde el inicio de su pontificado cuando, el 25 de enero de 1959, Juan XXIII manifestó en público su intención de convocar un concilio para la Iglesia universal, que no sería simple continuación del Vaticano I (1870). Y dejó claro su objetivo: promover el aggiornamento de la Iglesia, es decir, ponerla al día, generando una amplia renovación interior para poder cumplir su misión evangelizadora en el mundo contemporáneo. A través del concilio se proponía, según sus palabras, "elaborar una nueva teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista. Del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y la danza. De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda". Se trataba de una ingente tarea que solo un espíritu como el de Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar.
El 11 de octubre de 1962, inauguró oficialmente el XXI Concilio Ecuménico, en la basílica de San Pedro, en Roma, con la presencia de unos 2,500 padres conciliares. Pronunció su famoso discurso de apertura, que orientaría decisivamente los trabajos a desarrollar. Es un texto de esperanza, aliento y fe, que manifiesta una visión positiva del mundo moderno. Ya en la primera sesión (octubre a diciembre de 1962) hubo fuertes tensiones entre el grupo de los que querían una real renovación y los que defendían posiciones preconciliares en la línea de Trento y del Vaticano I. El papa intervino personalmente varias veces para garantizar la deseada innovación, movido siempre por afanes pastorales.
En ese discurso inaugural, Juan XXIII tipifica el origen y sentido de la renovación eclesial señalando los siguientes rasgos: será un concilio ecuménico, abierto a las exigencias del mundo moderno, que ponga al día a la Iglesia y que esté abierto a los signos de los tiempos. Expliquemos, brevemente, cada uno de estos aspectos. En primer lugar, para el llamado "papa bueno", el concilio debía tener un carácter ecuménico, esto es, debía posibilitar la relación entre Iglesia y mundo, y tender puentes entre el universo cristiano y las demás religiones. Por ello, según el papa, los tres años de preparación laboriosa, abiertos al examen más sabio y profundo de las condiciones modernas de la fe y de la práctica religiosa, son una primera señal de este rasgo.
En segundo lugar, aunque reconoce la importancia de la doctrina cristiana, que ha de ser enseñada en forma cada vez más eficaz, enfatiza que no se trata solo de custodiar ese tesoro precioso, sino también de dedicarse, con voluntad diligente y sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo. Explica que si la tarea principal del concilio fuera discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, no sería necesario un cónclave de esa naturaleza por cuanto ya se conoce. Lo que sí hay que discernir, dijo, es la manera cómo se expresan esas verdades necesarias para la salvación a partir de los desafíos del mundo moderno.
En tercer lugar, Juan XXIII buscó un concilio que pusiera al día a la Iglesia, adecuando su mensaje a los tiempos modernos, enmendando errores pasados y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales. De ahí se desarrolla un nuevo modo de hacer teología, en el cual el destinatario de la oferta salvífica de Dios es toda persona que venga al mundo. En otras palabras, se da un giro típicamente moderno: el ser humano, interlocutor de Dios, constituye ahora la idea madre de los temas teológicos.
Juan XXIII no solo había incentivado a cultivar este nuevo modo de hacer teología, sino que él mismo lo había desarrollado en sus encíclicas Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963). En la primera resalta las desigualdades entre sectores económicos, países y regiones; asimismo, propone las bases de un orden económico centrado en los valores del ser humano y en la atención de sus necesidades fundamentales. En la segunda, ante el peligro de una nueva guerra, hace un llamado urgente a construir la paz basada en el respeto de las exigencias éticas que deben regir las relaciones entre las personas y los Estados.
Finalmente, para este papa, plantear la misión de la Iglesia en el mundo moderno exige descubrir nuevos campos y nuevos objetos de reflexión. En este sentido, se tornan centrales los grandes hechos, acontecimientos, actitudes y relaciones que caracterizan a una época (signos de los tiempos). Estas cuatro novedades desarrollaron un nuevo dinamismo en los ámbitos teológico, eclesiológico, pastoral y litúrgico. Y a juicio de los historiadores de la Iglesia, manifiestan la fuerza del espíritu innovador que caracterizaba a Juan XXIII.
Cerramos con una anécdota. Contaba un obispo francés que, al final de la primera sesión del concilio, un día habló con Juan XXIII sobre el discurso de apertura. El papa le dijo: "La verdad es que en el discurso de apertura que dirigí a los obispos, al empezar el concilio, no había visto tantas cosas como luego, estudiándolo, encontraban los obispos. Sin embargo, ahora, cuando lo releo, también yo las encuentro". Y remató con esta confesión de fe profunda: "Se ve que el Espíritu Santo es más listo que todos nosotros". Este relato confirma lo señalado por el papa Francisco en la ceremonia de canonización: "Juan XXIII fue para la Iglesia un pastor, un guía guiado por el Espíritu Santo. Este fue su gran servicio a la Iglesia".