El año santo dedicado a la misericordia, convocado por el papa, comenzará el próximo 8 de diciembre y finalizará el 20 de noviembre de 2016. Según el obispo de Roma, el propósito es que el pueblo cristiano reflexione durante el jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Explica que “será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina”. El día de inicio tiene un gran significado para la historia reciente de la Iglesia, ya que en él se conmemora el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Vaticano II. Como es sabido, este representó una novedad de profunda reforma eclesial y marcó una época. Francisco recuerda que “derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo nuevo”. Al vincular el inicio del año jubilar con la fecha de conclusión de este concilio (tipificado como un verdadero pentecostés), se busca mantener vivo este gran evento eclesial.
Ahora bien, ¿cuál es el sentido bíblico del jubileo? ¿De dónde surge su necesidad? ¿Cómo se debe vivir? ¿Qué importancia tiene la misericordia para la vida humana y cristiana? ¿Cuáles son sus raíces bíblicas? Estas preguntas buscaremos responderlas a partir de la Biblia y los contenidos del documento de convocación (Misericordiae vultus) a este año extraordinario de la misericordia.
Sentido bíblico del jubileo. En la tradición judía, el año jubilar se celebraba cada 50 años en Israel, y pretendía ser un tiempo de conversión y cambio de mentalidad con el que daba comienzo una nueva era. Era un tiempo para recomenzar, y eso implicaba liberar a los esclavos, dejar reposar a la tierra, perdonar todas las deudas, volver a la igualdad entre todos los miembros del pueblo israelita y abrir nuevas posibilidades de vida a las familias que habían perdido sus propiedades e incluso su libertad personal. Todo esto debía hacerse en honor a Dios. Así lo expresa el Levítico, donde se plasma una ley de reforma social que intenta responder a situaciones de desigualdad y de injusticia social: “En el año jubilar cada uno recobrará su propiedad. Cuando realicen operaciones de compra y venta con alguien de su pueblo, no se perjudiquen unos a otros […] Nadie perjudicará a uno de su pueblo. Respeta a tu Dios […] Si un hermano tuyo se arruina y no puede mantenerse, tú lo sustentarás para que viva contigo como si fuera un extranjero o un huésped. No le exijas ni intereses ni recargo. Respeta a tu Dios, y viva tu hermano contigo”. Nos encontramos aquí con un sentimiento de fraternidad y una fe profunda en que Dios premia el bien hecho a los pobres. Y en lo que respecta al carácter de la ley, esta intenta evitar la institucionalización del empobrecimiento. Es decir, la norma se sitúa al servicio de la misericordia y el amor al prójimo; lo contrario se considera un legalismo cruel y opresivo.
Necesidad y urgencia de anunciar y testimoniar la misericordia en el mundo. En el documento de convocatoria se recuerda lo que para el papa Juan Pablo II era una constatación preocupante: el olvido de la misericordia en la cultura presente. “La mentalidad contemporánea”, afirmaba Juan Pablo II, “quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia”. Las consecuencias de este olvido o irrelevancia de la misericordia eran las que más generaban inquietud: indolencia hacia los grupos sociales más vulnerables, cerrazón o apatía hacia las necesidades de los otros, pérdida del sentido de cordialidad y falta de visión de lo que implica saberse parte de la familia humana, entre otras. Frente a esta realidad, el reto es pasar de la indolencia a la condolencia. Y esto solo es posible mediante la misericordia.
Misericordiosos como el Padre. “Paciente y misericordioso”, se lee en el documento de la convocatoria, “es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo particular, destacan esta grandeza del proceder divino: ‘Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia’. De una manera aún más explícita, el salmo 146 testimonia los signos concretos de su misericordia: ‘Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados’”.
La importancia de la misericordia se infiere también en el modo de ser de Jesús de Nazaret. En la bula de convocación se recuerda que, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas. A causa de este amor compasivo, curó a los enfermos que le presentaban, y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres. Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias era la misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales. La conclusión es clara: la misericordia de Dios y de Jesús no es una idea abstracta, sino una realidad con la que manifiestan su amor, al igual que un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. En este sentido, se trata de un amor “visceral”.
El jubileo es tiempo de conversión. Una de las principales exhortaciones que hace Francisco en el texto es al cambio de vida. Lo dice con vehemencia: “[El jubileo] es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Ante el mal cometido, incluso crímenes graves, es el momento de escuchar el llanto de todas las personas inocentes depredadas de los bienes, la dignidad, los afectos, la vida misma”. Ha recordado que la misericordia no es contraria a la justicia, sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer. Esto no significa, sentencia el papa, “restarle valor a la justicia o hacerla superflua, al contrario. Quien se equivoca deberá expiar la pena. Solo que este no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón”.
El llamado a la conversión se dirige con mayor insistencia a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que este sea. Se les pide no caer en la trampa de pensar que la vida depende del dinero y que ante este todo se vuelve carente de valor y dignidad. La misma llamada se hace también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción, la cual se califica como una llaga putrefacta de la sociedad que grita al cielo, pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social, y con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres.
Estamos, pues, ante una oportunidad de despertar en nosotros la inteligencia y el corazón misericordiosos. El documento del papa Francisco es una buena fuente de inspiración para ello. Pero también es oportuno recordar acá lo que el teólogo Jon Sobrino advertía en su libro El principio misericordia. El término hay que entenderlo bien, “porque puede connotar cosas verdaderas y buenas, pero también cosas insuficientes y hasta peligrosas: sentimiento de compasión (con el peligro de que no vaya acompañado de una praxis), ‘obras de misericordia’ (con el peligro de que no se analicen las causas del sufrimiento), alivio de necesidades individuales (con el peligro de abandonar la transformación de las estructuras), actitudes paternales (con el peligro del paternalismo)”. Advertidos de los peligros que puede conllevar la misericordia, el año santo nos invita a vivir un amor que se plasme en acciones y decisiones, animados por esa fuerza que vence el sueño de la inhumanidad, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.