El hecho de que haya tanta gente buena y emprendedora hace que los salvadoreños nunca perdamos la esperanza. Y ello a pesar de que muchas expectativas han sido truncadas en reiteradas ocasiones. Con Nayib Bukele las cosas ahora no pintan del mismo color que cuando era candidato. Al menos una notable porción de clase media y probablemente una menor proporción de vulnerables y empobrecidos que le votaron han ido perdiendo la confianza que generó al inicio. Por otro parte, la confianza que despertaron algunos sectores del liderazgo económico preocupados por el derrotero negativo de los derechos políticos y civiles ha quedado eclipsada por otros líderes de la riqueza que solo piensan en el mercado y que parecen ser mayoría.
La cierta simpatía que pudo generar la Asamblea Legislativa en su condición de víctima de una ocupación militar y la esperanza de que se volviera un poco más atenta a las reivindicaciones ciudadanas y de la sociedad civil se han venido abajo con algunas propuestas de ley que muestran su incapacidad de entender los derechos de los pobres. Son leyes aún no aprobadas, pero la ley de seguridad nacional tiene un claro talante conservador y represivo, y la de reforma de la Fiscalía daña severamente derechos conquistados por la ciudadanía, al tiempo que muestra la indiferencia por la pronta justicia, la presunción de inocencia y otros derechos constitucionales. Y para finalizar, dos magistrados de la Sala de lo Penal nos han mostrado recientemente que la corrupción continúa instalada incluso en las más altas esferas del sistema judicial.
En este escenario, ¿cuál es la alternativa? Ciertamente, no lo es inclinarnos por el populismo autoritario de Bukele respaldado por la corrupta GANA, o entusiasmarnos con el estilo retrógrado y represivo de Arena, dispuesto a volver al pasado desde su mejor posición en la oposición política. Tampoco la empresa privada da muestras de entender la necesidad de las reformas estructurales que necesita el país en los campos económico y social. Las instituciones estatales, plagadas de clientelismo familiar y una tasa de corrupción e ineficiencia elevada, tampoco son muy confiables. Los gringos (algunos ponen su esperanza en Biden) no respaldarán en el país lo que no hagamos nosotros mismos. ¿En quién confiar y dónde poner la esperanza?, podemos preguntarnos los ciudadanos.
Algunos podrían decir que la fuerza individual y emprendedora del salvadoreño puede ser la solución. Pero la confianza en el individualismo que trata de salir adelante a toda costa siempre produce efectos múltiples, no todos positivos. Máxime cuando esa competitividad se produce en un contexto de desigualdad económica e injusticia social. En realidad, solo hay un camino: desarrollo de valores y presión de la sociedad civil para impulsarlos. Ni los líderes ni las próximas elecciones serán solución a nada si no hay un trabajo sistemático e incluso audaz en la promoción e impulso de los valores que se desprenden de la igual dignidad humana.
Lo que se haga en educación, en formación de emprendedurismo, en movilización de la ayuda internacional, en reforma de las instituciones no servirá gran cosa mientras no avancemos en valores. Aumentar a tres años las medidas cautelares de cárcel mientras no haya una convicción ciudadana, basada en principios básicos de dignidad humana, de que hay que erradicar la pobreza no es más que una especie de patada de ahogado. Pretender corregir los problemas de este país por el autoritarismo y la represión solo puede nacer en las cabezas de aquellos que se han valido de la fuerza, sea militar, económica o social, para llegar a situaciones de confort y privilegio mientras otros sufren.
La igual dignidad humana, como elemento y valor indispensable del desarrollo equitativo, no está adecuadamente asimilada en la conciencia del liderazgo socioeconómico salvadoreño. Basta con ver el machismo o la desigualdad en todos los campos de la convivencia social para convencernos de ello. Nos corresponde a los ciudadanos y a la sociedad civil ser cada día más exigentes y más coherentes con el principio de la igual dignidad de la persona y exigirlo como valor fundamental de convivencia.
* José María Tojeira, director del Idhuca.