Uno de los temas centrales de la teología de la Cuaresma es la conversión. En esta línea, es clave el siguiente texto del evangelista Marcos: “El tiempo de la espera ha terminado. El Reino de Dios está llegando. Cambien de vida. Crean en la Buenas Noticia”. Una interpretación del texto indica que la proximidad del Reino no es, sin más, una buena noticia en la que se puede creer sin un cambio profundo. Como se sabe, el verbo griego que se traduce “convertirse” significa ponerse a pensar, revisar el enfoque de la vida, reajustar la perspectiva, cambiar de mentalidad. En hebreo, la palabra “conversión” viene de la metáfora volverse: volver a dar la cara cuando uno ha vuelto la espalda, volver a un puesto del que uno se ha alejado. Ambos significados remiten a transformaciones necesarias y de fondo. Cambiar lo que debe ser cambiado, enderezar lo torcido, buscar la justicia, eliminar los miedos, egoísmos, tensiones y esclavitudes que obstaculizan el crecimiento humano.
El beato Romero, al abordar el tema, señalaba que no podemos hablar de conversión sin considerar dos preguntas básicas: ¿de qué y a qué tenemos que convertirnos? Lo primero lo lleva a desenmascarar la realidad del pecado histórico. Sin ignorar el peso del pecado personal, destacó la existencia y gravedad de estructuras que matan. En su segunda carta pastoral es muy claro en este sentido:
Como Cristo, la Iglesia tiene que seguir denunciando el pecado de nuestros días. Tiene que denunciar el egoísmo que se esconde en el corazón de todos los hombres, el pecado que deshumaniza, que deshace a las familias, que convierte el dinero, la posesión, el lucro y el poder como fin […] Y como cualquiera que tenga un mínimo de visión, una mínima capacidad de análisis, la Iglesia tiene que denunciar lo que se ha llamado con razón “pecado estructural”, es decir, aquellas estructuras sociales, económicas, culturales y políticas que marginan eficazmente a la mayoría de nuestro pueblo.
Su visión está conectada con la teología latinoamericana que, en Medellín, proclamó que los pueblos del continente viven una dramática realidad de “dolorosa pobreza”, cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria, la cual es calificada éticamente como “situación de injusticia” y es juzgada teológicamente como “situación de pecado”. En esas circunstancias, fue muy iluminador —y puede considerarse vigente— el texto de Medellín que habla del sentido de las transformaciones sociales para estos pueblos: el paso de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas: “[…] Menos humanas: las estructuras opresoras que provienen del abuso del tener y del poder […]. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario”.
El beato Romero historizó esos procesos de cambio. Decía que, así como el pecado personal y estructural es concreto, también debe serlo la conversión y la transformación social. Ahora bien, ¿hacia dónde debe orientarse la conversión personal y el cambio de estructuras? En principio, planteó la necesidad de “descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero o del campesino personas marginadas”. Afirmaba que esos mecanismos deben descubrirse para “no ser cómplices de esa maquinaria que está haciendo cada vez gente más pobre, marginados, indigentes. Solo por ese camino se podrá encontrar paz con justicia”. Desde ese horizonte insistía en que la esperanza humana y cristiana, cuando se hace concreta, “está unida a la justicia social”, a la mejora real de la persona, “sobre todo de las mayorías, a la defensa de sus derechos, del derecho a la vida, a la educación, a la vivienda, a la medicina, al derecho de organización”.
Y junto a la exigencia de transformaciones estructurales, también planteó la necesidad de la conversión personal. Ante un mundo que necesita transformaciones sociales evidentes,
cómo no le vamos a pedir a los cristianos que encarnen la justicia del cristianismo, que la vivan en sus hogares y en su vida, que traten de ser agentes de cambio, que traten de ser hombres y mujeres nuevos. Porque de nada sirve cambiar estructuras si no tenemos hombres y mujeres nuevos que manejen esas estructuras. El cambio que predica la Iglesia es a partir del corazón del hombre. Hombres y mujeres nuevos que sepan ser fermento de sociedad nueva.
Está claro que para monseñor el cambio del corazón (lo más profundo de cada uno) es uno de los presupuestos básicos para que las nuevas estructuras no se vuelvan opresoras como las anteriores. Y en la necesidad de conversión incluía a la propia Iglesia. Hablaba de la conversión de la Iglesia al Reino, al pobre, al que sufre. Esta era para el beato Romero la verdadera conversión que necesita la Iglesia. En esa línea, hace suyo el mensaje proclamado por los padres del Concilio Vaticano II a todo el mundo, en el que expresan un radical compromiso: ser una Iglesia convertida a Jesús y a los pobres. Así lo expresa monseñor:
La Iglesia ha recobrado el más originario lugar para la conversión, “volver nuestra alma hacia los más humildes, los más pobres, los más débiles, e imitando a Cristo, hemos de comparecernos de las turbas oprimidas por el hambre, por la miseria, por la ignorancia, poniéndola constantemente ante nuestros ojos a quienes, por falta de los medios necesarios, no han alcanzado todavía una condición de vida digna del hombre”.