Entre la polémica política cotidiana y el aniversario de monseñor Romero, se publicó la segunda carta pastoral del arzobispo de San Salvador, en la cual hace memoria de los mártires de la Iglesia salvadoreña y de las circunstancias de su martirio. Sin ambages ni remilgos, el arzobispo señala directamente a la oligarquía y a los militares. La memoria martirial y su pesada carga de crímenes de lesa humanidad es una cuestión insoportable para la antigua oligarquía reconvertida a los tiempos neoliberales, para los militares, para los políticos y sus Gobiernos, y para las empresas mediáticas. El arzobispo no solo hace memoria de esos mártires, sino que, además, proclama su fidelidad al evangelio del reino de Dios y al pueblo salvadoreño, explotado y oprimido por una oligarquía inhumana con la eficaz colaboración de los militares. Así, pues, no eran subversivos ni comunistas, tal como decían sus asesinos y sus cómplices de la prensa escrita, que no paró de difundir esas acusaciones, en un vano intento por justificar lo injustificable. Esos crímenes todavía claman justicia, como muchos otros. Sin embargo, al hacer memoria de sus mártires, la Iglesia salvadoreña se adelanta a la justicia humana y reconoce oficialmente la justicia divina. De esa manera, devuelve la dignidad mancillada a las víctimas y las presenta a los creyentes en Jesucristo, y a las mujeres y hombres de buena voluntad, como ejemplo a seguir.
Haciendo gala de una valentía muy rara en el país, el arzobispo también pide perdón, en nombre de la Iglesia, por haber aceptado las calumnias de los asesinos y sus cómplices, por haber guardado silencio durante tanto tiempo, por no haber salido en su defensa, por no haber reconocido de inmediato la entrega desinteresa de su vida a los más pobres. El arzobispo siente vergüenza del desinterés institucional y por eso pide perdón. Positivamente, restituye la dignidad de los mártires. En cambio, los Gobiernos —incluido el actual, que dice trabajar a favor de los pobres—, la clase política y las empresas mediáticas no han tenido ese valor ni han sentido vergüenza, y si la han sentido se la han guardado para sí. Su soberbia no les permite reconocer su error y pedir perdón. El entusiasmo alrededor de monseñor Romero y Rutilio Grande es interesado: un poderoso atractivo para el turismo religioso y un motivo poderoso para enaltecer el nacionalismo, eficaz enmascarador de los problemas de las mayorías.
La prensa escrita, en particular, tiene una deuda pendiente con la verdad y la justicia. En sus páginas —con la aprobación explícita de sus propietarios, directores y jefes de redacción— se difundieron calumnias, los asesinatos no fueron condenados, los Gobiernos y los generales no fueron cuestionados. Sus titulares de primera página señalaron a los mártires, sus notas de prensa tergiversaron los hechos para justificar sus asesinatos, sus páginas editoriales proveyeron de fundamento ideológico a los asesinos y sus cómplices, y en sus campos pagados toleraron toda clase de infundios. Esa misma prensa, en un asombroso ejercicio de desmemoria y cinismo, dedica ahora largas notas a monseñor Romero y —algo menos extensas— a Rutilio Grande. A los demás, todavía los mantiene en el olvido. Al menos debe una explicación y una disculpa. El perdón y la reparación arzobispal les marcan el camino.
El arzobispo no solo señala el carácter martirial de la Iglesia salvadoreña, sino que, en la tradición de Monseñor Romero, declara que ella está construida sobre los mártires. A diferencia del sistema, que solo mira la dimensión nacionalista y heroica del martirio, el arzobispo precisa que son mártires por iluminar la realidad de injusticia desde la fe, por anunciar el evangelio a los pobres y la liberación a los oprimidos, por dar voz a los sin voz y por seguir a Jesús hasta aceptar libremente la muerte por la salvación del pueblo. No estaban ideologizados ni eran comunistas, sino seguidores de Jesús, que murieron por odio a la fe, bajo el poder del imperio de la muerte, que los asesinó en nombre de la civilización occidental cristiana.
El orden establecido se contenta con las fiestas, mientras ignora la vida y las enseñanzas de aquellos que ahora celebra como héroes salvadoreños. Pero la fiesta con sangre de martirio y esperanza cristiana no consiste en recordar estérilmente a los testigos de la fe, sino en retomar su misión. No es válido afirmar que la realidad ha cambiado para escabullir la responsabilidad. Indudablemente, la realidad ha cambiado, pero persisten el hambre, el desempleo, el desamparo y la violencia. Los mártires invitan a la conversión y al compromiso con la causa que defendieron. Ellos constituyen el criterio para verificar la autenticidad de la defensa de los pobres.
A los defensores del sistema neoliberal no les faltan razones para impugnar la carta pastoral y para reprochar al arzobispo la “intromisión en la política”. Pero atacar abiertamente sería hacer publicidad de algo que no conviene a sus intereses, porque ilumina una realidad que se esfuerzan por mantener oculta. De todas maneras, el silencio los delata. La única alternativa es hacer memoria, reconocer y pedir perdón.