Hablar de la pobreza en El Salvador es urgente por ser la realidad cotidiana de las mayorías. La pobreza es dinámica. No tiende a disminuir, sino a engrosar sus filas. La estadística oficial no la ignora, aunque sus informes son incompletos. Ciertamente, la pobreza no es nueva, pero, en lugar de retroceder, se profundiza. Mientras los organismos internacionales alertan sobre ello, Bukele distrae a los pobres con espectáculos de ricos.
La diversión masiva entretiene y convence de que la pobreza no es tan grave, uno de los mensajes repetidos por las voces a sueldo. Hablar de pobreza es cosa de “resentidos”, excluidos del poder y del dinero. Les pagan para cultivar falsas expectativas. Destacan algunos aspectos aislados llamativos para pedir paciencia, mientras las fuerzas invisibles del neoliberalismo distribuyan la riqueza nacional. Su amo recetó “medicina amarga” y paciencia, pues avanza “poco a poco”, pero sin plazo.
Los países, por lo general, no son pobres. Su riqueza es la que está distribuida de forma muy desigual. El Salvador no es la excepción. Las ganancias asombrosas de unos pocos alimentan exponencialmente su capital, mientras que los ingresos de la mayoría se reducen hasta el punto de no permitirle adquirir la canasta básica. En una sociedad donde los pobres son cada vez más numerosos, una minoría atesora cada vez más riqueza. Posee más de lo necesario para vivir confortable y lujosamente en un mundo completamente diferente al resto.
Los pobres no caben en ese mundo. Pero su masividad impide evitarlos. De todas maneras, la cultura dominante se esfuerza para ocultarlos. Son tan visibles y molestos que los expulsa de los espacios gentrificados como el centro de San Salvador, reservados para quienes disfrutan de mayor poder adquisitivo. Los pobres son sucios, ingobernables y afean los sitios emblemáticos de la dictadura. Los pobres no son dignos de estima, de compasión y de atención. En la recién pasada asamblea de la FAO, León XIV volvió a denunciar, como ya lo hizo el papa Francisco, que los pobres son sobrantes que ni siquiera son explotados.
La ideología que defiende esta realidad es falsa. Los mercados y la especulación financiera no son libres. Los líderes autoritarios meten la mano para favorecer a los poderosos con menoscabo de los débiles, provocando desequilibrios cada vez más pronunciados. Es falso que un día el vaso rebalsará. Es insultante recetar “medicina amarga” y pedir paciencia a los empobrecidos para lograr unos objetivos que solo benefician a los poderosos. Estas posturas se defienden como racionales, pero más bien son excusas para invisibilizar la imposición unilateral e implacable de una tiranía.
La obsesión actual con la felicidad concibe la vida como acumulación de riqueza y de éxito social a cualquier costo porque, de otra manera, esa felicidad es inalcanzable. Esa felicidad es reclamada como un derecho inalienable. En la práctica es la mejor manera de deshumanizarse y de ser infeliz. La acumulación no hace feliz, mientras hunde a las mayorías en la miseria.
Sobrevivir malamente en la pobreza, denunció el papa León XIV en la FAO, no es una elección, ni una casualidad, ni obra del destino. En contra de la evidencia, los poderosos y sus aliados así lo sostienen para tranquilizar su mala conciencia. La inmensa mayoría de los pobres, hombres, mujeres y menores de edad, se rebusca de sol a sol en lo que se ofrezca, con lo cual obtiene algo para malvivir, nunca para mejorar su vida. No debe extrañar entonces que entre los pobres haya quienes se niegan a trabajar. Sus antepasados, pese a trabajar durante toda su vida, murieron en la miseria. Los pobres no merecen vivir en pobreza. Son pobres porque han sido despojados. Tampoco la riqueza y la buena posición social son merecidas. Suelen estar contaminadas con la deshonestidad y la inmoralidad.
Los líderes populares constituyen la contrapartida de los líderes autoritarios. Son populares no por ocupar el primer puesto en las encuestas de opinión, sino por su capacidad para incluir a todos en los beneficios de la gestión pública. El bienestar no está destinado a unos pocos, sino que es un derecho de todos, comenzando por los menospreciados y vulnerables. El papa Francisco decía que lo que afecta a todos debe ser decidido por todos. No creía en los liderazgos iluminados. Los líderes populares no temen el parecer diferente. Al contrario, consideran la diversidad de opiniones un valor, porque de lo que se trata es de encontrar el bien general, no el privilegio de unos pocos.
La dignidad de la persona humana debe ser respetada desde ahora, no en un futuro incierto, insistió León XIV. La miseria de la muchedumbre a la que se niega su dignidad interpela la conciencia, obliga a denunciar la dictadura de una economía que mata al mismo tiempo que divierte y a actuar audazmente para revertir esa tendencia asesina.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.