A 196 años de declarada la independencia de cinco países centroamericanos de la corona española, pocos salvadoreños conocen el acta que se firmó aquel 15 de septiembre de 1821 y, por supuesto, también ignoran que en su primer artículo se reconoce la urgencia de declarar la independencia formalmente “para prevenir consecuencias, que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Es decir, la independencia la declararon las élites locales, que eran vasallas de la corona peninsular, para evitar que el pueblo la declarase por su cuenta. Probablemente por esto, el documento ha sido una especie de secreto bien guardado. Y aunque cada 15 de septiembre se entonan discursos grandilocuentes que hacen referencia a una independencia abstracta, nunca se hace alusión a las condicionantes históricas, sociales y económicas en las que se dio la independencia y en las que viven los pueblos centroamericanos actualmente.
Esta doble cara de las élites locales se ha mantenido intacta desde hace casi 200 años. Dos rasgos han definido a la clase poderosa: por un lado, ser fuerte y dura con la población para prevenir cualquier tipo de emancipación contra la exclusión y la pobreza; y, en segundo lugar, ser servil a las grandes potencias, llámese imperio o transnacionales. Así, cualquier cuestionamiento al modelo económico o una propuesta por tener salarios dignos siempre se ha topado con el muro infranqueable de los más ricos, que siguen pensando que este país es de ellos y que el resto de la población solo merece sobrevivir. Así también se explica que ante las actuaciones inhumanas del actual Presidente estadounidense, que gobierna predominantemente con mensajes en una red social y que amenaza con deportaciones masivas de los migrantes que mantienen a flote nuestra economía, las élites locales no digan ni pío, porque en el fondo están convencidas de que los poderosos tienen el derecho de disponer a su antojo de la suerte de los más pobres y débiles. Mientras las élites salvadoreñas aquí son acérrimas opositoras del Gobierno del FMLN, lo acompañan en delegaciones a Estados Unidos a abogar para que los programas de ayuda no se detengan.
Dentro de cuatro años, los cinco países centroamericanos conmemoraremos los 200 años de la independencia de España. Y dentro de seis años se cumplirán también 200 años de la famosa frase del presidente estadounidense, James Monroe: “América para los americanos”, pronunciada en 1823 y que representa y sigue representando la política Exterior de Estados Unidos para América Latina. Tan viva está todavía esta doctrina que en abril de 2013 el entonces secretario de Estado del presidente Obama, John Kerry, dijo en un discurso ofrecido ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes que “América Latina es nuestro patio trasero (...) tenemos que acercarnos de manera vigorosa”. Esta concepción, que no han tenido empacho en repetir públicamente durante décadas, no deja ningún margen para que el país se considere independiente; una concepción ante la cual los distintos Gobiernos y las élites económicas han guardado un silencio obsequioso, repitiendo el discurso de la independencia que no tiene asidero en la realidad.
Por todo lo anterior, la administración de Donald Trump, más ruda, grotesca y descarada en su pretensión de dominación, no es algo intempestivo y novedoso, es el sello a una tradición de 200 años. Centroamérica en general, y El Salvador en particular, debe enfrentarse a un dilema que nos haga salir de nuestra zona de confort y que nos lleve a trascender de celebrar la independencia como se celebra un cumpleaños: o seguimos siendo vasallos de las grandes potencias y de las élites internas, o hacemos una ruptura con estos 200 años de exclusión e injusticia. Esta debe ser una reflexión ineludible si queremos hablar de independencia.