Figurar en una lista de personas que escucharon la orden ilegal de matar y que fueron incapaces de evitar un asesinato anunciado no es un delito, según el coronel retirado René Roberto López Morales. Era teniente cuando el coronel Guillermo Alfredo Benavides llegó a la Escuela Militar, procedente de una reunión en el Estado Mayor, y le dijo a él y al resto de los oficiales que tenían luz verde del alto mando para matar a Ellacuría y no dejar testigos. Benavides preguntó si alguno de los oficiales allí presentes estaba en contra de la medida y nadie se opuso. Eran las nueve de la noche. Faltaban cinco horas para el momento en que se produciría el asesinato de los jesuitas y de Elba y Celina Ramos. Al entonces teniente López Morales no se le ocurrió llamar por teléfono a nadie para que avisaran a Ellacuría o a cualquiera de los jesuitas. Órdenes son órdenes y hay que cumplirlas, a pesar de que asesinar es ilegal, y el propio código militar insistía ya entonces en no obedecer una orden ilegal. Tres años después, ya ascendido a capitán, López Morales fue a declarar ante la Comisión de la Verdad. En su primera entrevista con los comisionados, no colaboró en absoluto. Después de que Benavides informara de la orden de matar, López Morales se fue a dormir y no oyó ni vio nada. Al menos eso dijo a los comisionados. Ni siquiera reconoció, al contrario de otros efectivos del grupo de oficiales que permanecían en la Escuela Militar, que Benavides había transmitido la orden de matar.
Ahora aparece, como coronel retirado, participando en un apoyo público al FMLN. ¿Es ético que aparezca tan fresco y tranquilo, hablando de inocencia, el encubridor de un crimen de lesa humanidad? La participación política es, ciertamente, un derecho de todos. Pero para participar en ella desde una opción ética, es importante reconocer públicamente los errores cometidos. El coronel retirado López Morales debería en primer lugar decir la verdad: aceptó como válida una orden ilegal de asesinar, probablemente por miedo a aparecer como desobediente y a que eso entorpeciera su carrera. Y que un miedo aún mayor, probablemente a ser considerado como traidor, le impidió hacer una llamada telefónica para intentar salvar la vida de inocentes. Debería reconocer también que mintió ante la Comisión de la Verdad. Y declarar públicamente que se arrepiente. Además, debería reconocer, como militar conocedor de las entrañas del Ejército, que un crimen como el cometido solo pudo llevarse a cabo con una autorización del Estado Mayor, como lo reconoció públicamente en su momento el coronel Ochoa Pérez, por poner un solo ejemplo. Y que fue un crimen institucional, encubierto en sus máximas responsabilidades por el Estado Mayor, y con los abogados de los acusados pagados desde el mismo.
Después de actuar con sinceridad y valentía, aunque sea tarde, podría dedicarse a la política. Dos virtudes, la sinceridad y la valentía, que suelen inculcarse a los militares, pero que en medio de las guerras civiles latinoamericanas han sido con frecuencia olvidadas. La sinceridad ha sido considerada como traición cuando se trata de reconocer errores o masacres. Y la valentía ha desaparecido cuando se trata de reconocer la verdad de los hechos. En el Caso Jesuitas, la valentía consistió en asesinar a personas desarmadas, incluidas mujeres, y en temblar después cobardemente cada vez que la sombra de la justicia se acercaba especialmente a coroneles y altos oficiales. El espectáculo de los oficiales que corrieron a refugiarse en cuarteles de la Fuerza Armada cuando Interpol giró una notificación roja contra ellos no deja de tener rasgos cómicos, aun en medio de lo trágico de los acontecimientos que se rememoran. Igual que el coronel Montano en Estados Unidos, negando haber servido en el Ejército salvadoreño, a pesar de que llegó a ser Viceministro de Defensa.
No todos los oficiales que participaron en aquellos sangrientos días fueron cobardes a la hora de decir la verdad. Los hubo honestos, que supieron reconocer la realidad y que incluso a nivel personal supieron pedir perdón a las víctimas y se arriesgaron reparando, desde sus posibilidades, el mal hecho. Al leer las declaraciones de los militares que fueron interrogados por la Comisión de la Verdad sobre el Caso Jesuitas, se percibe con facilidad el diferente talante de unos y de otros. En medio del lógico miedo a oponerse a una orden del Estado Mayor, en un momento de crisis fortísima para El Salvador y para el propio Ejército, alguno de ellos tuvo que presentar la baja y emigrar, por quejarse en conversaciones entre compañeros de la injusticia que suponía que miembros del Estado Mayor dieran órdenes y no asumieran las responsabilidades correspondientes. Como en todas las historias donde la vida está en juego, se puede encontrar de todo. Nunca es tarde para ser sincero, para reconocer la verdad cuando esta es patente, y para pedir perdón. Todos hemos tenido miedo en una o en muchas ocasiones. Pero reconocer la verdad y pedir perdón honra a todos, incluso a quienes han cometido crímenes graves.