El asalto del Capitolio de Washington por las turbas de Trump encuentra resonancias en El Salvador. Guardadas las debidas distancias, la similitud con la toma del Salón Azul por el presidente Bukele y sus seguidores es inevitable. Trump envió sus huestes a la toma, Bukele se puso al frente de policías, soldados y empleados públicos. El motivo es idéntico. Trump se encaprichó con que ganó la elección; Bukele está obsesionado con los diputados. Ninguno consiguió su objetivo. Aquel porque la institucionalidad se lo impidió, este porque frenó en el último momento, por intervención de una fuerza aún desconocida. Aquel enfrenta ahora la destitución y los tribunales, este ha quedado en la impunidad, porque así lo dispuso la institucionalidad.
Las similitudes siguen. Los dos presidentes han gestionado la pandemia de forma política y torpe, atacan ferozmente a sus críticos (en particular, la prensa independiente) y gobiernan a través de tuits erráticos, contradictorios y disparatados. Los dos se han rodeado de funcionarios dóciles a sus caprichos y despiden a quien los cuestiona. Varios altos funcionarios de Trump han renunciado por negarse a violentar la institucionalidad y por hartazgo; Bukele, en cambio, obtuvo candidatos a diputados y alcaldes. Esta forma de gobernar ha prosperado en varios países. El Salvador de Bukele no es una excepción.
El caos es mayor en el caso de Trump, por tratarse de una potencia mundial. Bukele se contenta con alardear de ser incomparable en aquello que emprende y con hacer comparaciones insensatas con Costa Rica, cuya seguridad social envidia, pero no puede igualar. El America first de Trump creó un vacío internacional que ha sido llenado por China. El inigualable Bukele no crea empleo, ni sacia el hambre, ni cura la enfermedad. A diferencia de Trump, no ha alcanzado aún el extremo del absurdo como para que las plataformas digitales le cierren las cuentas. La veleidad es causa de perdición para ambos.
No obstante, el problema no es Trump ni Bukele, sino los movimientos sociales que los aúpan. Estos movimientos son dinamizados por grandes certezas, ajenas a la verdad, pero que expresan aquello que los militantes desean que sea. Esas certezas ofrecen una alternativa a la realidad en la que las dificultades y las privaciones son inexistentes. Trump desaparecerá pronto de la escena política estadounidenses, aunque reaparecerá en los tribunales, pero la polarización social con su carga de odio y violencia permanecerá.
Estos movimientos son producto de una rabia contenida durante demasiado tiempo, cuyo origen es una gran desilusión. En el caso de El Salvador, no tanto provocada por los partidos políticos de la guerra y su cultura de corrupción, sino porque los acuerdos de 1992 —exhibidos ante el mundo como un ejemplo de superioridad moral— y la democracia no han contenido el avance del hambre y la miseria. Mientras unos cuantos acumulan cada vez más riqueza, cada vez son más los que se rebuscan la vida. Y para mayor escarnio, la cultura neoliberal proclama que los multimillonarios lo son por méritos propios, mientras desconoce la existencia de la mayoría empobrecida. La desigualdad, la pobreza y la violencia social no es responsabilidad de sus víctimas, sino del salvajismo del capitalismo neoliberal.
La desilusión devenida en rabia es el caldo de cultivo para locuras como el asalto al Capitolio de Washington, símbolo por excelencia de la democracia estadounidense y de la del mundo occidental. Las turbas que asaltaron el Capitolio están convencidas de que el bienestar es alcanzable de forma inmediata. Movimientos como el de Trump y Bukele ven el presente de privaciones y negaciones con ira, pero están persuadidos de que sus líderes son la solución para sus desventuras. Por eso, no se avergüenzan de sus locuras. Al contrario, ahora están más convencidos y más iracundos. Tanto Bukele como Trump son síntomas de esa cólera de décadas.
Contrario a lo que asegura la propaganda electoral, el pueblo no tiene el poder, aun cuando ejerza el derecho del voto. Ni siquiera “el pueblo de Bukele” lo tiene. Eso es lo que le han hecho creer, tanto que sus seguidores están convencidos de que el cambio está en sus manos y es inminente, tal como en su momento lo creyeron los militantes del FMLN. El poder está en otro lado, muy lejos de sus necesidades e intereses, en los poderes fácticos, en las grandes corporaciones y el capital financiero, que obtienen beneficios inmensos de sus penurias.
La aventura de Trump ha causado mucho daño a su partido, al cual deja sumergido en el desbarajuste y sin el control de la Casa Blanca y de las dos cámaras del Congreso, ahora en manos demócratas. Al final, las pérdidas son totales. El liderazgo unipersonal, cuando desaparece, por la razón que sea, arrastra en su caída todo lo que se encuentra a su alrededor. Es tiempo y oportunidades perdidas, mientras el hambre y la miseria se extienden y se profundizan.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.