Esta semana se conmemoran 33 años de la masacre del río Sumpul. Tuve en aquel momento el privilegio de ser testigo de un amplio informe que los sacerdotes de la diócesis de Santa Rosa de Copán hicieron. Estábamos en un curso los sacerdotes y las religiosas de dicha diócesis. Algunos sacerdotes diocesanos se habían acercado entonces a la frontera, habían hablado con sobrevivientes de la masacre y estaban horrorizados por los testimonios. Fuerzas militares combinadas de El Salvador habían llevado a cabo una verdadera orgía de sangre, con crueldades muy parecidas a las que denunció en su momento Bartolomé de las Casas, al narrar las guerras de los españoles contra los indios. El Ejército hondureño había colaborado con la masacre impidiendo el paso de los salvadoreños hacia el territorio catracho.
Todos los sacerdotes y religiosas pidieron unánimes firmar un comunicado público denunciando la brutalidad del hecho. Tuve el honor de colaborar en la redacción de la denuncia pública, siempre fiel a los testimonios que daban los sacerdotes que habían hecho la investigación. Honduras estaba entonces gobernada por un triunvirato militar que radicalizaba la represión contra los sectores obreros y campesinos, y que preparaba la nefasta época del terrorismo selectivo de Estado que caracterizó los tiempos como jefe de las Fuerzas Armadas del general Álvarez Martínez. Ante la denuncia del clero y de las religiosas, el triunvirato en pleno se dirigió al país en cadena de radio y televisión llamando mentirosos a los sacerdotes y amenazando a los extranjeros que habían firmado el comunicado con expulsarlos de Honduras. Fue necesaria, para calmar la histeria militar, una intervención de monseñor Carranza, obispo de Santa Rosa, que amenazó con excomulgar a la junta militar de gobierno si tocaba a alguno de sus sacerdotes.
La diócesis de Chalatenango continúa a este día organizando una romería con los parientes de las víctimas de ese entonces. Llegan caminando a Las Aradas y tienen una misa todos los años. Es el grito de "nunca más" de los pobres y de sus pastores con verdadero "olor a oveja", como diría el papa Francisco. En estas tierras nuestras de impunidad y olvido, son precisamente las Iglesias y los pobres los que saben mantener el recuerdo de aquellos seres humanos valiosos, tanto o más dignos que cualquiera de nosotros, que huían de la brutalidad represiva de gobiernos militares, aunque hubiera en ellos civiles con almas cavernarias. Eran pacíficos y buscaban hospitalidad en un país hermano, porque el propio los perseguía para matarlos por hablar del derecho a la tierra. Fueron asesinados ancianos, mujeres y niños por el delito de ser pacíficos y reclamar pacíficamente sus derechos. Y en Honduras solo encontraron solidaridad en otros pobres campesinos que los acogieron, muchos de ellos en sus casas, y en un clero valiente que se enfrentó una vez más, como en tantos otros lugares, a un poder militar tan brutal como estúpido.
El recuerdo hoy de tanta gente buena que murió en terribles situaciones y que sobrevivió en otras no menos duras debe hacernos reflexionar sobre la realidad de nuestros países. La memoria es una facultad humana profundamente ligada a la identidad tanto individual como social, y con la capacidad ética de aprender desde el recuerdo. La masacre del Sumpul nos muestra a dos naciones hermanas, El Salvador y Honduras, unidas para matar, pero también unidas para sobrevivir, defender, cuidar. Los que mataban eran pocos; los indiferentes, tal vez demasiados. Pero los que pusieron amor y solidaridad, acompañamiento y defensa, comenzaron a colocar los cimientos de una nueva Centroamérica, todavía esperada y anhelada, donde los pobres tengan su propia voz y alcancen la plenitud de sus derechos. Todavía quedan, y demasiado patentes, dos Centroaméricas distintas. La de los poderosos empeñados en disfrutar los mismos lujos que los ricos del Primer Mundo y la de los que continúan sin atención médica adecuada, sin escuelas suficientes o bien dotadas, sin vivienda digna, y con salarios mínimos de vergüenza que incluso sindicalistas vendidos al capital no ven como buenos.
Han pasado los tiempos de las masacres, pero quedan los de la pobreza, la desigualdad y la violencia. Y quedan las tendencias a buscar chivos expiatorios, las maras en primer plano, sin reflexionar que si los hijos de los ricos y las clases medias tuvieran que vivir con el salario mínimo del campo, probablemente se volverían tanto o más crueles que los mareros. Las masacres nos recuerdan que no podemos mantener países de doble vía, una para los poderosos y otra para los débiles. Y que mientras no cambiemos esa tendencia tan nuestra a una "universalidad estratificada", la violencia seguirá campeando en nuestros valles y montañas. Nos encanta hablar de universalidad de derechos, pero los estratificamos en dos sistemas de salud pública con diferentes prestaciones. Todos se educan, o bien estratificados en escuelas de diferente calidad, para que nadie vaya a tener más oportunidades que quienes ya las tienen. Mantenemos la desigualdad y nos creemos demócratas. Ojalá el recuerdo de las masacres, máxima expresión de la desigualdad, nos ayude a reflexionar hoy ante nuestros problemas. Se lo debemos a la gente buena, masacrada o defensora de los débiles, que nos dio siempre ánimo para luchar por la justicia.