La deflagración de un expendio de gas propano con pérdida de vidas y destrucción de infraestructura muestra otra dimensión del control territorial, a la cual aún no se le ha prestado atención. Después de la tragedia, los funcionarios del Ejecutivo y de alguna municipalidad se dieron a la tarea de revisar algunos de estos negocios. Desde la legislatura, los diputados amagan con endurecer la normativa para una autoridad ausente de los territorios. Algo similar ocurre con los artesanos de la pólvora: las explosiones periódicas despiertan una intensa actividad controladora, que se desvanece tan rápido como el humo. El alcalde de Santa Tecla convocó a la prensa para informar que los negocios que operan en las calles y aceras de la ciudad desaparecerían. La advertencia no asustó a nadie ni nadie protestó, porque es de sobra sabido que todo seguirá igual. Comercios, expendios, fábricas, bodegas, clínicas, laboratorios, escuelas, comedores, etc. se establecen en cualquier sitio, aun sin haber condiciones mínimas para ello, a ciencia y paciencia de las autoridades.
Los hechos muestran los representantes del Estado no tienen conciencia de las implicaciones del control territorial para la convivencia y el medioambiente, más allá de las pandillas. Prueba de ello es que los gobiernos, central y local, no ejercen ningún control sobre múltiples actividades que ponen en grave riesgo la seguridad y la salud de la población. Se han replegado sobre sí mismos, abandonando el espacio público, mientras una ciudadanía ávida se apodera de él para medrar. Es la privatización del espacio público con menoscabo del bienestar colectivo. Así, pues, no solo los pandilleros y el crimen organizado han ocupado el espacio abandonado por el repliegue de un Estado neoliberal, introducido por Arena y su intelectualidad. En consecuencia, la recuperación del territorio va mucho más allá del despliegue militar y la militarización.
Un Gobierno con nuevas ideas debe prestar atención a esta dimensión de la realidad. Pero para ello primero debe reconocer el descontrol territorial predominante, en la manipulación de sustancias peligrosas como el gas, la pólvora, los químicos y otros elementos contaminantes; en la gestión del tráfico, en particular del transporte público, área donde la Policía es inexistente; en la estridencia de bares, mensajes publicitarios, templos y capillas de toda clase, que contamina el ambiente. Los ciclistas son víctimas de este descontrol, pero ellos también contribuyen a él al no observar las normas básicas de circulación. El mismo Viceministerio de Transporte, que debiera dar el ejemplo, entorpece la circulación de un transitado eje preferencial porque no tiene capacidad para absorber a los usuarios que demandan sus servicios. Lo peor es que el desorden es tan antiguo y al parecer tan atractivo, que se ha naturalizado. Así, convivir en el caos resulta totalmente normal. Tan normal que se encuentra también en la política de seguridad ciudadana, la prioridad actual del Gobierno.
En contra de la advertencia de fuentes autorizadas acerca de la necesidad de depurar la Policía, el Gobierno ha optado por aceptar el descontrol interno, cediendo así a la resistencia de las “fuerzas oscuras internas”, que han cooptado la institución. Si no tiene poder para despejar la oscuridad que la corrompe desde dentro, cómo podrá esclarecer los crímenes de fuera. Además, en los últimos cinco años, es la institución más denunciada por violación a los derechos humanos. El caso del joven “Enero”, torturado y quemado por una patrulla policial en Apopa, y el acoso sistemático a su familia por denunciar el hecho componen un escándalo más. Dicho de otra manera, la Policía actual no está preparada para enfrentar la violencia y la criminalidad. Prueba reciente de esa incapacidad es que, pese a la orden presidencial, no ha podido dar con los asaltantes de un bus y presuntos responsables de una violación ni con los que dañaron una de sus patrullas. El obstáculo principal no está en el sistema judicial, sino en la misma PNC. La solución no es el Ejército, porque sus efectivos no son entrenados para desempeñar labores policiales (no es extraño que sea la cuarta institución más denunciada por violación a los derechos humanos). En lugar de reforzarlo, habría que fortalecer la Policía, depurándola rigurosamente, formándola sólidamente y mejorando las condiciones de servicio, el salario y las prestaciones.
La ausencia de un ordenamiento territorial eficaz favorece la proliferación desordenada de ocupaciones de toda clase y constituye otra cara de la clamorosa debilidad del Estado, cuyo resultado más visible y destructivo es el caos reinante, que amenaza la vida, la economía y el medioambiente. Previsiblemente, rescatar el territorio público para colocarlo al servicio de la comunidad, no de un negocio particular, encontrará fuerte resistencia en afectados y usuarios. Es una cuestión de valores que pone a prueba la consistencia del concepto de recuperación y control del territorio. No obstante, la resistencia puede debilitarse si se ofrecen alternativas y condiciones para un proceso de transición y reacomodo.
Aparentemente, la anarquía facilita la vida ciudadana, pero, en realidad, la vuelve más peligrosa, más azarosa, más cara y más insalubre. Revertir las condiciones inhumanas de la convivencia actual requiere de voluntad política, de conocimiento y de imaginación, no solo del presidente Bukele, sino de todos los altos funcionarios de su Gobierno. Centralizar la decisión y la ejecución no es la práctica más aconsejable dada la complejidad de una realidad caótica que pone a prueba a cualquier administración.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.