“Vence la indiferencia y conquista la paz” es tanto el título del mensaje del papa Francisco para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2016 como el desafío que se plantea a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Es cierto, dice Francisco, que la actitud del indiferente, quien blinda el corazón para no tomar en consideración a los otros, cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana muy difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, afirma, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la “globalización de la indiferencia”.
El papa explica que la primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la que se da ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. “El ser humano se siente autosuficiente, busca no solo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él”. Por su parte, la indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Por ejemplo, hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre. Estas personas conocen los dramas que afligen a la humanidad, pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigidas hacia sí mismo. En el mensaje del papa se constata también que el aumento de la información, propio de nuestro tiempo, solo implica un aumento de atención a los problemas cuando va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario. Más aún, el exceso de información puede comportar una saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas.
Asimismo, el mensaje señala que la indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. En este sentido, se ejemplifica recordando que algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. El pontífice lamenta que casi sin darnos cuenta nos hemos vuelto incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad ajena, que no nos compete.
Francisco recalca que la indiferencia frente al medioambiente favorece la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales, que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, y crean nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. Frente a este tipo de indiferencia, el papa interpela: “¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?”.
Esta indiferencia, individual y comunitaria, institucional y estructural, genera un dinamismo contrario a la paz verdadera:
La indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.
Constatadas estas deshumanizantes formas de indiferencia, Francisco exhorta a una profunda conversión: pasar de la indolencia a la misericordia. En este contexto, recuerda que
Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del ser humano. Cuando los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene. Dice a Moisés: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel”. Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Se rememora también que Dios, en su hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: “El primogénito entre muchos hermanos”. Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta o desocupada. Su mirada, acota el obispo de Roma,
no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No solo [hace el bien], sino que se deja conmover y llora. Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
También nosotros, sentencia el papa, estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad constituyan nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en las relaciones con los demás. Y a renglón seguido señala que “esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, capaz de abrirse a los otros con auténtica solidaridad”, la cual es mucho más que un “sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas”. La solidaridad “es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”, porque la compasión surge de la fraternidad.
El mensaje concluye aseverando que la solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas. Y desde el espíritu del Jubileo de la Misericordia, proclama que cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde se vive. Además, hace un llamado urgente a los responsables de los Estados para que se esfuercen en favor de los que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. El pontífice sugiere la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes, y que tiene consecuencias gravísimas sobre toda la sociedad. Los Estados también están llamados a hacer gestos concretos en favor de los encarcelados, los enfermos y los emigrantes. La paz, fruto de una cultura de solidaridad y misericordia, es el desafío que plantea Francisco al mundo para el año 2016.