Lo que parecía un invierno normal cambió radicalmente en octubre con la tormenta E-12, que si bien impactó directamente en Guatemala, permaneció sobre nuestro territorio del 11 al 19 de este mes, ocasionando 32 fallecidos, más de 50 mil evacuados, puentes colapsados, deslizamientos de tierra, ríos desbordados, inundaciones en el 85% (2,000 km2) de la costa del océano pacífico y un millón de personas afectadas. Para bien del país, la respuesta a la emergencia ha sido satisfactoria, por lo que las pérdidas humanas —no así el sufrimiento de los damnificados de siempre— fueron bajas. Se estima que cerca de 20 mil viviendas fueron anegadas por las inundaciones, lo que implica que igual número de familias tendrá dificultades para volver a la "normalidad".
Una forma útil de mesurar la tormenta E-12 es acudir a los datos registrados en la estación meteorológica de la UCA. Al 19 de octubre, en la estación se registraba una lluvia acumulada mensual de 522 mm, una lluvia anual acumulada de 1,859 mm y 452 mm de la lluvia ocasionada por la tormenta E-12. Las características de este fenómeno meteorológico son similares a las de la tormenta Agatha, que en mayo de 2010, en 16 horas, registró una lluvia de 216.85 mm. Es importante recordar que en mayo y junio de 2010 el país fue impactado por las tormentas Agatha y Alex, respectivamente, que sumaron un acumulado de lluvias de 752 mm. En la figura se muestra el registro de lluvias del presente mes y las lluvias específicas registradas en los días 11, 12, 15 y 16 de octubre, que fueron los más severos durante la tormenta E-12.
La historia de desastres en el país es abundante. Antes del desastre ocasionado por el huracán Ida en noviembre de 2009 (principalmente en el valle del Jiboa, donde fallecieron 200 personas), el país fue impactado por una sequía que dejó pérdidas estimadas en casi 30 millones de dólares y activó la ayuda del Programa Mundial de Alimentos. Luego, en enero de 2010, entró un frente frío que ocasionó daños menores. En marzo y abril de ese año, se desató una epidemia de dengue clásico y hemorrágico que dejó más de 1,700 casos. A ese historial se sumó la tormenta E-12, cuyos daños económicos estarán arriba de los 500 millones de dólares. Es de recalcar que los desastres de origen hidrometeorológico y los debidos a la contaminación ambiental han sido los más graves en la última década. Por ejemplo, la epidemia de dengue de 2003 dejó un saldo de 315 fallecidos y más de 50,000 personas afectadas.
Las implicaciones económicas de los desastres en el país han sido analizadas con anterioridad por el PNUD. Así, ya en el año 2000 (y sin contabilizar los daños ocasionados por los terremotos de 2001), se estimaba que El Salvador tenía un promedio de $139 millones de pérdidas anuales por grandes desastres, lo que hace suponer que a la fecha esta cifra rondará los $200 millones. También para el año 2000 se estimaba que el índice de déficit por desastre (IDD) es de aproximadamente 3; es decir, de darse el mayor desastre en el país, este excedería en tres veces la capacidad económica del Gobierno para hacerle frente. Y por capacidad económica se entiende lo que el Gobierno podría conseguir en financiamiento a la hora de un desastre, a través de pagos de seguros, reservas de fondos disponibles para atender desastres, créditos externos e internos, entre otros. Sin duda, por el estado actual de las finanzas públicas del país, dados los limitados ingresos tributarios y el nivel de endeudamiento, el IDD es mucho mayor que el calculado en 2000.
Pese a las dificultades económicas y un nivel de endeudamiento que supera el 50% del PIB, el Gobierno logró en 2010 negociar un crédito de contingencia de $50 millones con el Banco Mundial para atender los desastres. Según informó el presidente Mauricio Funes recientemente, la mitad ($25 millones) de este dinero ya está disponible para iniciar la reconstrucción. A esto hay que agregar el limitado fondo de $4 millones (conocido como FOPROMID) que para atender desastres se establece anualmente en el Presupuesto del país. Dada la magnitud del desastre, se quedan muy cortos los recursos nacionales disponibles para hacerle frente. Por ello el Gobierno ha decretado estado de calamidad: le permitirá solicitar ayuda internacional.
En términos generales, el Ejecutivo ha realizado un trabajo acertado y ha cumplido con los compromisos internacionales adquiridos hace cinco años en el Marco de Acción de Hyogo, principalmente en lo que respecta a mejorar los sistemas de alerta temprana y la preparación y respuesta ante emergencias. Sin embargo, tiene problemas para abordar los factores subyacentes al riesgo: la planificación adecuada del desarrollo urbano y rural, la reducción de la vulnerabilidad de la población y la recuperación de ecosistemas en deterioro. En la gestión de riesgos de desastre, el Gobierno no solo actúa de manera lenta, sino sin visión de largo plazo. Muestra de ello es el atraso en la promulgación de leyes importantes tales como la Ley de Protección Civil, Prevención y Mitigación de Desastres, que entró en funcionamiento hasta 2005, y la Ley de Ordenamiento y Desarrollo Territorial, que si bien fue aprobada en julio de 2011, entrará en vigencia hasta el 30 de julio de 2012.
Uno de los retos fundamentales del país es qué hacer en los próximos años en el tema de gestión de riesgos de desastre. Para ello, el Gobierno dispone de al menos tres vías de acción: cumplir con las recomendaciones del Marco de Acción de Hyogo; cumplir las recomendaciones del Informe de evaluación global sobre la reducción del riesgo a desastre 2011, de Naciones Unidas (conocido como GAR); y darle vida a la recién aprobada (junio de 2010) Política Centroamericana de Gestión Integral de Riesgo de Desastres . Esta establece en detalle los siguientes ejes de trabajo: para el desarrollo económico sostenible, reducción del riesgo de desastres de la inversión; desarrollo y compensación social para reducir la vulnerabilidad; ambiente y cambio climático; gestión territorial, gobernabilidad y gobernanza; y gestión de los desastres y recuperación. De igual forma, el GAR establece tres elementos claves: asumir la responsabilidad del riesgo; integrar la gestión del riesgo de desastre en los instrumentos y mecanismos de desarrollo existentes; y construir capacidades relativas a la gobernanza del riesgo. Sobre esto último, el GAR le sugiere a los Gobiernos que eleven a rango de ministerios a las instituciones a cargo de la gestión de riesgos de desastre, de tal forma que se asegure la coherencia y sostenibilidad de las políticas públicas en este tema a largo plazo. Al respecto, el Gobierno salvadoreño dio un pequeño avance en esta dirección con la creación de la Secretaría de Vulnerabilidad.
Como se puede apreciar, el qué hacer ya está bastante definido. Ahora es momento de definir cómo proceder, y esto requiere de un sistema político que —desde el compromiso con el bien común— llegue ágilmente a acuerdos fiscales que permitan aumentar el gasto social, y así hacer más resiliente a la población frente a los desastres.