San Agustín decía que al “mártir lo hace la causa, no el castigo del perseguidor”. Por eso, en este tiempo, conviene reflexionar sobre las causas de Monseñor Romero. Porque son sus causa, sus ideales, sus principios de acción, los que nos puede iluminar hoy para transformar la realidad. Es evidente que la gran causa de Romero era la santidad en el seguimiento de Cristo. Pero esa causa adquiría matices muy concretos en su diario vivir. En su tiempo de arzobispo podemos decir que tanto el Cristo al que seguía como su Evangelio le pedían defender a los pobres y ser voz de quienes no tenían voz para defender sus derechos. En un momento en que la dignidad humana se negaba con facilidad, exigir respetarla se mostraba indispensable desde la vivencia cristiana. Y Romero estaba afianzado radicalmente en el mensaje evangélico que considera a todas las personas hijos e hijas de Dios, con una dignidad inalienable. La causa de la vida era la primera de este santo. Matar a un hijo o hija de Dios era atentar contra Dios. Y por eso Romero insistía en el “no matarás”. Ese “no matarás” que cuando se lo dijo a los soldados le costó la vida.
La causa de Romero, la vida en dignidad de los pobres, le llevaba a ser testigo de la verdad y simultáneamente a luchar para desmontar la serie de mentiras, idolatrías que rompían la hermandad y la vida del pueblo salvadoreño. La idolatría de la riqueza era, según nuestro mártir, la más dura de todas ellas. La insistencia en los derechos de los trabajadores, las quejas en torno al salario mínimo, la cita de la carta de Santiago sobre el salario de los trabajadores del campo eran palabras habituales en él. Hoy no podemos celebrarlo a gusto si no miramos también esa ley del salario mínimo salvadoreño, injusta y ofensiva con los trabajadores del campo. Y así como defendía a los pobres, recordaba a los ricos sus responsabilidades. El destino universal de los bienes, la prioridad del trabajo sobre el capital, la hipoteca social del capital, tres afirmaciones clave en la doctrina social de la Iglesia y en el pensamiento de Romero, no se vivían en su tiempo ni se viven en el nuestro. Esta era la segunda de sus causas, que la vida del pobre se respete, se le otorgue la dignidad que merece.
La paz era otra de sus causas. Monseñor Romero era un pacifista declarado. Creía en el diálogo, en la conversión, en la fuerza del Evangelio que impulsa a la hermandad. Creía en la superación del odio. Y creía también en la igual dignidad de la persona. Sabía que toda violencia comienza despreciando la igual dignidad de la persona. Y por eso trataba de restaurarla con su voz, con su ejemplo, con su fuerza personal, con su diálogo con todos. Sus repetidas declaraciones insistiendo en que la única violencia posible es la que se hace uno a sí mismo cuando se lucha contra el propio egoísmo o espíritu de venganza le muestran como alguien que cree posible la reconciliación. Pero reconciliación sobre la verdad y la justicia, no sobre frases vacías que no transforman la realidad. Sabía que la paz está íntimamente unida a la justicia y por eso insistía en esta como camino hacia aquella. Escuchaba a todos, pero pedía, también a todos, que dejaran aparte sus intereses individuales para llegar a un bien social del que se pudiera decir con razón que era un bien común.
Ciertamente, esas causas estaban impregnadas y brotaban de su amor a Dios y a los hijos e hijas de Dios. Pero eran causas claras. Defensa de la vida en un tiempo, parecido al actual, en el que valía muy poco y demasiados pensaban que asesinar podía ser solución para los conflictos. Defensa de la dignidad y de los derechos humanos en un tiempo en que se explotaba a los pobres y se comenzaba a exhibir una desigualdad brutal y ofensiva. Desigualdad que hoy permanece agresiva y dura sin que nos indigne ni nos saque de una excesiva indiferencia. Desigualdad sistemáticamente ocultada por los medios de comunicación que ayer persiguieron al obispo mártir y que hoy siguen ocultándola. Desigualdad que se sigue mostrando en los salarios, multiplicando la inequidad tanto en la realidad como en la ley del salario mínimo. Y finalmente, defensa de la paz con justicia. Esa paz social que hoy decimos que queremos, pero que no nos atrevemos a ponerle la justicia como condimento indispensable.
Monseñor Romero fue como Jesús y con él, “testigo de la verdad”. De una verdad fundamental cristiana, que es la de la hermandad universal construida desde el Padre lleno de amor. Y testigo también de una verdad histórica en la que la hermandad se negaba de muchas maneras. El comunicado de la Conferencia Episcopal en el momento de su muerte decía que “por ser fiel a la verdad, cayó como los grandes profetas entre el vestíbulo y el altar”. Profeta de justicia, padre de los pobres, defensor de los derechos humanos, hombre libre para anunciar el Reino de Dios y denunciar el antirreino, sigue siendo para nosotros ejemplo y camino. Las causas del cristiano tienen siempre objetivos trascendentes y objetivos históricos. Si hoy nos olvidamos de los dolores de nuestro pueblo, estaremos olvidándonos también del verdadero mártir y santo, Óscar Arnulfo Romero.