Algunas reacciones a los artículos que acá publicamos exigen alternativas. En ausencia de las mismas, el autor de una de esas opiniones se decanta por la opción represiva, porque la violencia aterroriza. Esto es muy cierto, y comprensible. Pero no justifica precipitarse por un camino que solo conduce a más muerte, más sufrimiento y más terror. Ciertamente, tal como apunta una de esas opiniones, la misión de la Universidad no es formular estrategias para combatir el crimen, mucho menos cuando no dispone de especialistas en el tema. El amateurismo en una materia tan delicada es irresponsable.
A pesar de ello, cabe señalar algunas alternativas, como incomunicar los centros penales, una medida incluida en el paquete recién anunciado. Otra muy oportuna y de la cual todavía no se ha hablado es restringir el comercio y posesión de armas de fuego. De la misma forma que se persigue la droga, incluso la usada para el consumo personal, se debiera controlar la comercialización legal e ilegal de las armas. Esto último incluye el contrabando y el mercado negro, actividades que hasta ahora se practican con enorme liberalidad. Asimismo, debiera controlarse mejor el inventario de armas del Ejército, ya que con cierta frecuencia aparece armamento de guerra de su propiedad de manera inexplicable en manos de civiles. Un riguroso control de las armas de fuego representaría una valiosa contribución para limitar la fatalidad de la violencia y para esclarecer los homicidios.
Tampoco se ha rastreado la comunicación del extorsionador ni la circulación del dinero obtenido de esa forma. Es inexplicable que los Gobiernos todavía no hayan podido intervenir el flujo de esas comunicaciones. De la misma manera, es muy factible seguir los movimientos financieros y de propiedad inmueble, tal como ya se ha hecho en Honduras. Pero para dar esos pasos es necesario superar la desidia, la infiltración y la incapacidad tecnológica y policial. Nada de esto es fácil de alcanzar ni arroja resultados inmediatos, tal como lo está mostrando el forcejeo entre el Gobierno y las empresas telefónicas, que se resisten a cortar la señal en los centros penales.
La Policía Comunitaria y las juntas de vecinos, de las cuales se ha comenzado a hablar, son en sí mismas medidas prometedoras. Pero su eficacia depende de la superación de algunos obstáculos. La comunidad no va a colaborar con unos policías y soldados de los que desconfía, que le infunden temor y no le ofrecen seguridad. La prepotencia y la agresividad que los ha caracterizado no facilitan la construcción de esa clase de nexo comunal. En muy pocas ocasiones la Policía acude en ayuda de una comunidad en necesidad. En realidad, la desconfianza es mutua, porque el policía, acosado por las pandillas, tiende a ver un enemigo en la población.
Las juntas de vecinos ya han sido recibidas con recelos por parte de los políticos de la oposición, que con razón temen que sean manipuladas por el partido de Gobierno. Pero eso no es todo. Las referencias de los políticos parecen indicar que se trata de que los vecinos asuman su propia defensa, es decir, se pretendería profundizar aún más la privatización de la seguridad. Si así fuera, la medida implica armar a las juntas y, por lo tanto, autorizarlas a disparar “en defensa propia”. De esta manera, el Gobierno estaría delegando poder jurisdiccional a unos organismos vecinales proclives a la venganza por los más variados motivos.
Estas no son más que algunas alternativas que ameritan una seria consideración. Sobre su aplicación y sobre otras posibilidades, lo más recomendable es acudir a los especialistas en temas de seguridad ciudadana, no confiar en lluvias de ideas. Esa consulta es necesaria y urgente, porque las propuestas gubernamentales se quedan cortas. Sin duda, algunas medidas son muy necesarias. De hecho, podrían haber sido adoptadas sin tanta alharaca hace ya mucho tiempo y quizás así se podría haber disminuido el nivel de la violencia. Otras medidas tienen un carácter claramente vengativo e incluso es probable que alguna roce la ilegalidad. La venganza satisface pasiones, pero es irracional y, sobre todo, no transforma la realidad.
El despliegue publicitario que ha rodeado el anuncio de esas medidas extraordinarias resulta muy útil para elevar la valoración del Gobierno en la opinión pública. Pero una vez perdido el impulso inicial, la dura realidad reaparece con toda su crueldad y dramatismo. Ninguna de las medidas anunciadas es tan extraordinaria como propaga la publicidad. Si algo tienen de extraordinario es que al fin el Gobierno se ha decidido a aplicarlas; aún más extraordinario sería que entregaran los resultados prometidos.