Lo que no conviene en la lucha contra la violencia es exacerbarla. Nadie puede decir que no sea un problema muy grave en El Salvador, pero gritar, animar a destruir a los violentos, insistir en la mano dura no sirve más que para aumentar el temor y las reacciones irracionales. Que aparezcan ahora viejos militares diciendo lo que hay que hacer desde posturas represivas es una vergüenza, dado que fracasaron con la fuerza bruta en su tiempo de guerra civil y han quedado además marcados como violadores de derechos humanos. Los militares no son especialistas en la lucha contra el crimen. Y cuando se meten, generalmente estropean las cosas, aunque pueda haber excepciones. Hemos visto cómo se han ido aumentando las penas y cómo al mismo tiempo se ha ido incrementando el nivel de violencia. Endurecer penas, manos o medidas de cualquier especie solo acaba dañando a la población si a la vez no se abren oportunidades de trabajo o se ofrecen expectativas de mejora del nivel de vida.
Quienes optan por la mano dura no se dan cuenta de que quieren arreglar la casa comenzando por el tejado, cuando lo que está mal son los cimientos. La mezcla explosiva de pobreza, bajos niveles educativos, alta densidad de población, notables e hirientes desigualdades, corrupción, impunidad, debilidad de las instituciones de persecución del delito y justicia no se soluciona con mano dura. El único camino es comenzar pacientemente a desinstalar esos cimientos e invertir en la gente y en el fortalecimiento de las instituciones tanto de justicia como económicas y sociales. El griterío vengativo y violento contra los criminales puede en algunos momentos servir de desahogo, pero en general contribuye solamente a crispar más el ambiente, a tensionar a las personas, a introducir el miedo y la desconfianza dentro de la convivencia.
Discutir sobre la violencia sin tocar las fuertes injusticias existentes, la desigualdad rampante y las debilidades institucionales es simple y sencillamente perder el tiempo. La violencia delictiva es un fenómeno social, y como tal tiene que tratarse. Querer responderlo solo o principalmente con violencia, no arregla nada. Lo único que hace es mostrar con mayor claridad lo enferma que está la sociedad donde se produce la violencia. Porque las sociedades que solo saben acudir a la ley del más fuerte para resolver sus conflictos están enfermas y condenadas al fracaso.
Tampoco sirve politizar en exceso las situaciones. La violencia es un problema de todos y entre todos deben buscarse las soluciones. Cuando se ha generalizado y es grave, cualquier partido que llegue al poder deberá pedir el respaldo de los demás si quiere arreglar el problema. Negarle la ayuda hoy a un partido porque si fracasa el mío podrá vencer en el futuro, es asegurarse la misma negativa a colaborar en el siguiente período. En algún momento hay que romper esa costumbre de buscar siempre la oposición ciega en temas estructurales por miedo a que si las cosas salen bien, cobre prestigio quien las realiza.
La empresa privada, a la que tanto le gusta opinar, confundiendo muchas veces su interés gremial con los intereses nacionales, debería escuchar con más sensibilidad y atención la voz de los pobres. Y sobre todo contemplar su responsabilidad, como grupo de fuerte liderazgo social, de impulsar la universalización de derechos básicos. Una empresa privada y unos ricos que se conforman con redes de protección social deficientes, estratificadas e inequitativas, no universales e incluso de escasa cobertura, son en definitiva cómplices tanto del subdesarrollo como de la violencia. Lo mismo que los periodistas que se resisten —a veces por miedo a los dueños de los medios de comunicación— a tocar estos mismos temas.
La violencia imperante no se puede separar ni de la cultura ni de la injusticia social. Siglos de violencia y de resolver los problemas a través de la ley del más fuerte marcan una tendencia casi instintiva en muchos a responder a la violencia con violencia. Aunque cuando se quiere aparentar sabiduría o civilización se repiten frases como aquella que hay que buscar más la fuerza de la razón que la razón de la fuerza, en tiempo de crisis se recurre con mucha más facilidad al grito. Y normalmente con una enorme hipocresía: vayamos a la guerra contra el crimen, dicen algunos, pero que vayan otros. Echar a pelear a los pobres entre sí es muy fácil cuando se tiene dinero, se vive en residenciales bien vigiladas y seguras, y se goza de guardaespaldas. Pero no resuelve los problemas. Al revés, los multiplica. Buscar acuerdos nacionales de desarrollo; implementar programas —como ya algunas empresas lo están haciendo— de inversión y trabajo juvenil; ampliar la cobertura nacional del bachillerato, técnico o académico, hasta universalizarlo; apoyar más decididamente tanto la seguridad y la capacidad de investigar como la formación y las prestaciones de la Policía; hacer una revisión y evaluación a fondo de nuestro sistema de justicia son medidas mucho más eficaces que las penas duras, que los gritos de guerra o los análisis estúpidos diciendo cómo desde la estrategia militar se puede derrotar al crimen.