Se continúa hablando del golpe de Estado en Honduras. Opiniones diversas, contrapuestas, llenas en el fondo de ideología. Estar con Chávez o estar contra Chávez parece lo fundamental en la discusión. Micheletti o Mel Zelaya son las opciones, las figuras, los símbolos. Uno es muy bueno y el otro es muy malo, según las preferencias, cuando lo cierto es que ambos han sido políticos corruptos y favorecedores de la corrupción mientras tienen o han tenido poder y posición política.
Sin embargo, esta polarización política ha hecho que se olvide el papel de los factores del golpe: los militares. Es cierto que el golpe lo apoyaron políticos, grupos empresariales, etcétera, pero lo dieron los militares. Ellos entraron a punta de rifle en la casa de Mel Zelaya, lo pusieron en un avión y lo trasladaron a Costa Rica. Esos hombres que han jurado defender la Constitución hondureña, y que deben conocerla, y por tanto saber que prohíbe expresamente el destierro de sus ciudadanos, procedieron a desterrar al mandatario. Y de sobra saben los militares que una orden anticonstitucional no deben cumplirla.
Esta situación, descrita muy somera pero indiscutiblemente, debe llevarnos a revisar y replantear una vez más el papel de los ejércitos en Centroamérica. Poco se ha discutido públicamente sobre la utilidad de los ejércitos en nuestro istmo. La izquierda no se atreve a mencionar el tema por miedo a que se la considere políticamente incorrecta. Y a la derecha le encanta todo lo que signifique poder autoritario, capacidad de amenaza y alianza, en última instancia, con la brutalidad. Una izquierda oportunista y una derecha subdesarrollada han dominado el escaso debate sobre los militares.
La participación de los militares hondureños en la expulsión ilegal del país de un funcionario público, en particular el presidente de la República, es algo que no debe pasarse por alto. ¿Necesitamos en Centroamérica ejércitos que puedan ser el fiel de la balanza de la democracia? ¿Serán ellos los indicados para decirnos qué es constitucional o qué no lo es? ¿Podrán ellos actuar como último recurso por encima de las leyes, impidiendo el desarrollo de los procedimientos legales ordinarios?
Si antes del golpe en Honduras se podía discutir sobre la conveniencia o no de la existencia de militares en Centroamérica, hoy creo que la balanza debe inclinarse en la ciudadanía a solicitar la eliminación de los ejércitos en Centroamérica y convertir a estas tierras nuestras en zona de paz. Costa Rica no tiene ejército, y cuando sus presidentes han cometido delitos no ha necesitado echarlos del país. Los ha llevado a juicio y les ha puesto las sanciones adecuadas. Eso se llama democracia y civilización, y no entrar rifle en alto en casa de un funcionario público para meterlo a la fuerza en un avión y echarlo del país.
Los ejércitos, o se someten a las leyes y normas democráticas o sobran. En general, en nuestros países son ya de por sí un gasto inútil. Compran armas, esperan a que éstas envejezcan y luego insisten en comprar más. Y les da envidia el armamento del vecino, como en el caso de Nicaragua, que pretende a pesar de su pobreza comprar más armas porque Honduras tiene mejor fuerza aérea, según las palabras expresas del presidente Ortega. Hoy en día, pensar en que las armas solucionen problemas en Centroamérica no es más que retroceder en el tiempo. Bastante sangre han derramado los ejércitos, incluido el ejército nicaragüense cuando se llamaba sandinista, como para que les pasemos por alto su historia de brutalidad.
Si al menos hubiera seguridad de que han aprendido después de tanto tiempo la lección del respeto a las instituciones, a la democracia y a los derechos humanos, podríamos pensar en alguna modalidad de supervivencia de las fuerzas armadas. Pero en el caso de los derechos humanos es evidente que hay un enorme déficit, pues después de nuestras guerras civiles la mayoría de los militares violadores de derechos humanos han permanecido en la impunidad. Y a esa situación añaden ahora los militares hondureños un nuevo ingrediente: se asignan el papel de guardianes de la democracia y se saltan la legislación vigente de su país con la famosa excusa de "a mí me mandaron". Militares con poder significa democracia débil, riesgo de brutalidad, gasto inútil, impunidad y corrupción. Y en Honduras se han manifestado como el poder final real.
Pero no sólo en Honduras se produce el mal. No han faltado comentaristas y políticos en nuestros países que al defender el golpe acaban justificando esta capacidad de los militares de convertirse en la última palabra dentro de las débiles democracias en las que vivimos. Incluso algunos políticos de la derecha se han atrevido a decir, en una posición claramente antidemocrática, que esto no era más que un aviso a los políticos de izquierda en el poder. Mejor una Centroamérica sin militares que estar pendiente de hacia donde se inclina el sable cada vez que haya una crisis entre las élites. Porque crisis entre los pobres las hay desde hace tiempo (son permanentes), y pocos son los políticos que se preocupan con seriedad de la situación.