Más allá de la responsabilidad jurídica

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Rodolfo Cardenal
18/05/2016

Otro video ha puesto en evidencia que también el FMLN —a través de un diputado de entonces, ministro ahora— negoció con las pandillas durante la pasada campaña electoral. La reacción de Arena ha sido la esperada: descalificación, exigencia de investigación fiscal y destitución. No hace mucho, cuando circuló el video que mostraba la negociación de Arena, la reacción del FMLN fue idéntica. Los señalamientos de uno son respondidos con la negación del otro, que se esfuerza hasta lo fantástico para justificarse o restar importancia al asunto. Pero ambos han debido reconocer el hecho y refieren a la Fiscalía la determinación de la responsabilidad jurídica.

El Ministro de Defensa ha reaccionado de la misma manera ante el señalamiento fiscal por su participación en otra negociación, quizás de mayor envergadura por sus implicaciones sociales y políticas. El Vicepresidente también se escuda en la responsabilidad jurídica para no explicar su asociación con un capo de la droga, buscado por Estados Unidos. En este caso, el juicio político de Washington no tiene relevancia alguna, a pesar de los millonarios proyectos que financia. Estos no son los únicos altos funcionarios implicados en actos sospechosos; también los hay en Arena, pero hasta ahora su identidad permanece protegida por la impunidad.

La cuestión aquí es que los funcionarios se refugian en la responsabilidad jurídica para evadir la responsabilidad ética y la decencia más elemental. Indudablemente, la responsabilidad jurídica no solo es importante, sino también necesaria. Pero no es la única que obliga al funcionario. Ampararse en ella es acogerse al ocultamiento y a la impunidad. La Fiscalía muy rara vez investiga a un alto funcionario, excepto cuando hay intereses políticos de por medio. Aun cuando la Fiscalía acuse a uno, a la causa le aguarda un tortuoso proceso. Jueces y magistrados se encargan de impedir que el acusado se siente en un tribunal, y si lo llega a hacer, la condena es improbable. Muchos de los funcionarios judiciales están obligados con los partidos políticos que los colocaron en el cargo. No son libres. Ni la justicia salvadoreña es igual para todos.

Cuando la investigación judicial consigue avanzar, forzada por las circunstancias, solo acusa a los autores materiales, que por lo general tienen poca relevancia social o política. La investigación fiscal de la tregua con las pandillas se ha detenido prudentemente ante el umbral de los autores intelectuales. Esto no debiera sorprender, porque ha sido al patrón de la justicia salvadoreña. El caso de los jesuitas es otro ejemplo elocuente, y no solo en la década de los noventa, sino en la actualidad: la Policía se detuvo ante los antiguos altos oficiales, cuya extradición ha solicitado España. Algo muy extraordinario tendría que ocurrir para que el Ministro de Defensa fuera imputado o para que la Policía capturara a los exoficiales prófugos. La justicia salvadoreña no tiene valor para pedir cuentas al poder por sus delitos. El temor es reverencial.

Una institucionalidad sólida e independiente no toleraría estas embarazosas situaciones. Pero para conseguirla, los partidos políticos tendrían que renunciar a las cuotas que se recetan en los nombramientos del sistema judicial y los mecanismos de control tendrían que ser eficaces. Es más fácil pedirlo que realizarlo, porque el poder es reacio a la independencia y al control. Por eso, instancias como la Corte de Cuentas o la Oficina de Probidad son inoperantes, bien por carecer de capacidad técnica, o por temor al poder, o por ambas. Algo ha hecho la Sala de lo Constitucional, pero eso no es suficiente. Las reacciones con las cuales son recibidas sus sentencias ponen de manifiesto la aversión a la independencia de poderes. En realidad, no existe interés en esa clase de institucionalidad, porque el sistema actual opera como un seguro de vida política y social para unos funcionarios que siempre bordean el delito.

Además de la responsabilidad jurídica está la responsabilidad moral. Hay conductas claramente reprobables para una conciencia moral mínimamente formada. La conducta reprobable no necesita esperar al fallo judicial. El funcionario con conciencia moral y decencia debiera renunciar de inmediato. Asimismo, la sociedad debiera reaccionar indignada ante esas conductas y hacer sentir su reprobación. El corrupto y el abusador debieran enfrentarse con el vacío social prescindiendo del fallo judicial. La responsabilidad moral se mueve en un nivel distinto de la jurídica. Lamentablemente, mientras los poderosos se refugian en la inoperante responsabilidad jurídica, la sociedad observa con indiferencia. Aquellos no conocen la vergüenza y está desconoce la indignación. Pero la desvergüenza y la indiferencia promueven el abuso de poder.

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