La captura del homónimo de uno de los pandilleros más buscados y su muerte posterior muestran la clase de Policía y de Fiscalía del país. Los hechos son responsabilidad de esas dos instituciones y también del juez que no defendió los derechos de la víctima, que murió de tuberculosis en un hospital antes de que salieran a la luz los tejemanejes de policías y fiscales.
Los homónimos tenían los mismos nombres, apellidos y alias. Uno de ellos, el fallecido, despachaba microbuses pirata. El otro es cabecilla de una pandilla y prófugo de la justicia. Los dos tenían procesos judiciales abiertos en el mismo tribunal, pero por delitos diferentes: el despachador por intento de asesinato y el pandillero por cinco muertes, homicidio agravado y asociaciones ilícitas. El despachador fue capturado en su sitio de trabajo. A partir de ese momento, policías y fiscales actuaron con ligereza sorprendente para hacer coincidir la identidad de las dos personas. Las inconsistencias, y por lo tanto la estulticia policial y fiscal, consta en los expedientes. Los guardianes de la seguridad ciudadana hicieron coincidir los domicilios, los nombres de los padres y las características físicas de los sujetos, como el color de la piel y los tatuajes. No satisfechos, al despachador le agregaron en el acta de defunción el delito de ser prófugo.
De esa manera, el sospechoso de intento de homicidio se convirtió en líder pandillero con cinco asesinatos, un homicidio agravado y asociaciones ilícitas a cuestas. Ninguna de las instituciones implicadas en la conspiración ha tenido la honradez y la decencia de reconocer su error, pedir disculpas a los familiares del despachador y comprometerse a nunca más inculpar inocentes. Al contrario, la Policía, a modo de justificación, alega que ambos tenían expedientes judiciales abiertos. Las palabras con las que el Vicepresidente respondió al señalamiento de Naciones Unidas sobre las violaciones actuales a derechos humanos son retórica vacía. Según Óscar Ortiz, el Gobierno se debe a la ley. La recién nombrada comisión para vigilar esos derechos guarda silencio.
Los homónimos no son raros en El Salvador. Y aunque lo fueran, es deber de policías, fiscales y jueces identificar objetiva y claramente al delincuente. La excusa con la que la Policía intenta evadir su responsabilidad convierte a la víctima en culpable. Las coincidencias que la aproximan al delincuente buscado son culpa de la corporación. El procedimiento policial y fiscal en este caso es muy similar al que utilizan para obtener condenas en los tribunales. Recurren a falsos testigos, sacados de las prisiones (el llamado “testigo criteriado”), a quienes prometen privilegios a cambio de declarar en contra de un acusado a quien no conocen. Este vicio se remonta a la guerra, cuando se usaban procedimientos parecidos para obtener condenas por subversión. Estas inveteradas prácticas son ineficaces para combatir el crimen, al igual que la vieja tanqueta o la ametralladora exhibidas en el centro histórico de San Salvador.
El caso pone en evidencia a una Policía y a una Fiscalía poco profesionales, prejuiciadas y sin ética. No es de profesionales forzar los datos para acusar a un sospechoso. Ese amañamiento expresa falta de respeto a la dignidad de la persona y desprecio a la vida y a los derechos individuales. No es profesional que esas instituciones no dispongan de controles eficaces que eviten esos desmanes. El prejuicio, inculcado por la psicosis de guerra total contra el delincuente, vuelve sospechoso a casi cualquier ciudadano. La población queda así a merced de los caprichos estatales. No es ético ni legal capturar y condenar sin pruebas. Mucho menos maltratar, humillar y despreciar a los detenidos. La amplia evidencia gráfica muestra que la autoridad los trata como a animales. De esa manera, el mismo Gobierno que persigue acabar con la violencia inculca con sus prácticas el desprecio a la vida, el irrespeto a la dignidad humana y la humillación del adversario.
Estas actitudes obstaculizan la colaboración de la población con las autoridades; no crean confianza, sino miedo. En esas condiciones, pensar en una Policía Comunitaria es iluso. En vez de ello, se ha impuesto un cuerpo militarizado y represivo. Indudablemente, en este punto, El Salvador no avanza, sino que retrocede a la época del régimen militar. La Policía y la Fiscalía son hoy más propias de un Estado totalitario que de uno democrático. El pueblo salvadoreño es así gobernado con medidas totalitarias, calificadas como extraordinarias.