En una de sus intervenciones públicas a propósito de la nueva versión de la Mano Dura, el Presidente lamentó “la inflación de la violencia”. Según sus explicaciones, la tasa de homicidios estaría inflada por la inclusión de los pandilleros asesinados. Pero decir eso sin hacer matices es peligroso. Hasta ahora, los Gobiernos no han sido capaces de distinguir los homicidios directamente relacionados con las pandillas de aquellos otros que son ajenos a ellas. En parte, por deficiencia estadística y desinterés en registrar rigurosamente la información. Todavía no han descubierto la importancia de la información para prevenir y combatir el crimen. Pero en parte también por comodidad, pues, al parecer, identificar a la víctima como pandillero o atribuir el homicidio a los pandilleros libra a la Policía y a la Fiscalía de la tarea de investigar.
El lamento presidencial por “la inflación de la violencia” apunta a esto último. En efecto, el Presidente reconoce implícitamente la existencia de dos clases de ciudadanos: los que sí importan, los no-pandilleros, y los que no importan, los pandilleros. Estos últimos ni siquiera deben ser incluidos en la tasa de homicidios y, derivadamente, sus homicidios tampoco ameritan ser investigados. Son no-personas y no-ciudadanos sin derechos ni dignidad, invisibles para la estadística oficial y la investigación policial.
Ciertamente, al excluir de la estadística nacional a los pandilleros asesinados, la tasa de homicidios se reduce de forma drástica, llegando casi a la norma. Pero semejante amaño no moderará la tasa real; peor aún, justifica el asesinato y la ejecución sumaria. El Presidente no está solo en esto. Cuenta con el respaldo de una porción significativa de la opinión pública, la cual ha dejado sobrada constancia de su modo de pensar sobre las mejores medidas para combatir la violencia, favorecida por la vaguedad del discurso oficial. Pero la lluvia de ideas, aparte de evidenciar la confusión gubernamental, es mala consejera. Cada uno tiene su propia opinión, pero nadie cuenta con datos sólidos para sustentar la medida que propone como idónea. Tampoco hay nociones básicas sobre seguridad ciudadana. Además, la mayoría de propuestas son de corte autoritario y represivo. Semejante manera de proceder conduce a la improvisación, a la ineficacia y a violentar aún más los derechos humanos.
La tendencia militarista de la sociedad salvadoreña no ha dejado pasar la ocasión para exigir represión. Ello de la mano de los grandes medios, que todavía piensan que los problemas sociales se superan con el uso de la fuerza, y de los militares retirados metidos a políticos, que hablan de la seguridad ciudadana con una confianza pasmosa. Esa tendencia sigue sin comprender que el entrenamiento y el armamento del soldado no son apropiados para perseguir a unos criminales que desaparecen en medio de la población, que calla y no ve nada ya sea por convencimiento o por temor. Si de algo entienden los militares reciclados en políticos es de asuntos militares, pero no de seguridad ciudadana. Ciertamente, cuando estuvieron de alta en el Ejército y cuando dirigieron el país no se distinguieron por promoverla, sino que más bien optaron por la tortura, la desaparición forzada, la tierra arrasada y la ejecución sumaria.
Esas voces que abogan por desenvainar “espadas vengadoras” para militarizar la sociedad no admiten alternativas. Desechan a quien las propone como antimilitarista y antipatriótico porque, de acuerdo con su estrecha visión, no hay más opción que la militar, y solo la opción militar es patriótica. Todavía sueñan con el todopoderoso régimen militar de otros tiempos. Delirios de grandeza que, en la práctica, no responden más que a una profunda ofuscación. Es el antiguo maniqueísmo militar, con su simpleza característica.
Al Gobierno le falta mucha inteligencia y una buena dosis de visión social y política, en sentido amplio. Ciertamente, mientras su inteligencia no sea superior a la de los pandilleros, no podrá contener la violencia.