Entre los padres de la actual Constitución hay de todo. Desde gente honrada hasta ladrones confesos y personas acusadas de los crímenes más terribles del país. La famosa anécdota de Guevara Lacayo diciéndole a D’Aubuisson: "Robar, habremos robado, pero no hemos matado a nadie" es de antología y resume las acusaciones contra algunos de los padres de la Constitución. Es un misterio qué pensarían sobre la moralidad notoria estos dos personajes mencionados, firmantes ambos de la Carta Magna. Y lo mismo podríamos decir de otros como ellos que continúan activos en la política a pesar de un historial en el que se incluyen múltiples faltas, y en algunos casos delitos graves.
La actual discusión sobre moralidad nos debe impulsar a tocar a fondo el tema. De momento, está demasiado centrada en una sola persona y sobre un acto censurable, pero que fue solucionado pacífica y legalmente, sin condena penal. El tema de la moralidad en política, creo que hay que abordarlo de otra manera. Lo que llamamos ética pública no trata del comportamiento pasado, especialmente si no hay condenas penales y si ha transcurrido un tiempo que permite hablar de la perfecta reinserción de la persona. El problema es el relativo al uso de los cargos públicos. Por poner un ejemplo: usar varios vehículos de propiedad estatal para fines personales o familiares es una falta grave de ética y niega la moralidad notoria. Que algunos magistrados de la Corte Suprema de Justicia les consigan trabajo en otras dependencias de la institución a sus familiares es, asimismo, un abuso y una falta de moralidad. Al igual que cuando los diputados empleaban a algunos de sus guardaespaldas en funciones particulares en sus haciendas o colocaban a sus parientes como asesores. No pagar la cuota alimenticia para los hijos, siendo funcionario público, o no presentar cuentas ante Probidad denota una carencia de moralidad que debería ser sancionada. Todo eso, y son pocos ejemplos, constituye grave falta contra la moralidad pública y denota una grave ausencia de la misma. Las delegaciones internacionales excesivamente grandes y que se hospedan en hoteles de lujo son un hecho de corrupción en un país pobre como el nuestro. Sin embargo, los que ofenden la moralidad pública continúan tranquilos en sus puestos sin que la opinión pública los señale o, como debería ser, los sancione.
Entre nosotros, las cosas funcionan al revés. Miramos al pasado y tratamos de imponer, cuando nos conviene, castigos perpetuos a quien ha cometido un error años antes, pese a haberlo superado con honestidad. Pero a quienes faltan gravemente a la ética pública en el presente los dejamos en una impunidad que necesariamente termina engendrando corrupción. Como entre los fariseos antiguos, la tendencia a colar el mosquito y tragar el camello sigue presente en nuestros días. Nos movemos, además, en una especie de marco en el que solo lo ilegal es inmoral. O, mejor dicho, solo hay inmoralidad cuando hay condena o sentencia legal correctora de algún hecho. Como dirían los autores del informe que leyó el diputado Merino, "si no alcanza vida jurídica", la inmoralidad no existe.
En 1991 se privatizaron los bancos nacionalizados en el 79, y se vendieron de hecho a menos del cinco por ciento de su valor real. En 2007, quienes compraron en 1991 revendieron sus acciones al capital extranjero. Y ganaron casi mil dólares por cada dólar invertido dieciséis años antes. Ahí no hay inmoralidad. Se aprovechan los del partido gobernante, sus amigos y sus familiares. Pero una ley protegía la venta del 91. Y aunque la ley era evidentemente inmoral, y la venta constituyó un desfalco a la propiedad del Estado salvadoreño, nadie se inquietó demasiado. El problema es violar una ley, o mejor dicho, que le demuestren a uno que la ha violado. Los diputados, si vuelven a elegir magistrados, como parece que harán, están confesando en la práctica que violaron la Constitución. Pero para ellos violarla no tiene nada que ver con la moralidad, aunque se retarden toda una serie de apelaciones y procesos judiciales. Retardación que por cierto está penada por la misma Constitución con multas que los diputados no han querido fijar desde su creación, en 1983. Violar una ley secundaria parece mucho más grave que violar la Constitución.
La conclusión a la que podemos llegar es que El Salvador, y especialmente sus diputados y políticos, debería iniciar un debate sobre moralidad pública. Es evidente que no vamos a hablar allí de moralidad privada. Porque entonces tendríamos que hablar de amantes, mentiras y otras pequeñeces de nuestra ruin condición. La moral privada queda para otro juicio, más allá de nuestra pobre historia actual. Tampoco es cuestión de hablar de las acciones que no llegan a delitos graves, según nuestra propia tipificación del delito. Si hablamos de moralidad en política, debemos hablar de moralidad o ética pública; es decir, del modo de enfrentar la función pública y de comportarnos con respecto al uso de lo público. Iniciar un debate al respecto con las universidades podría ayudar a aclarar conceptos. Y sería un buen paso para la cohesión social del país.