“¿Cómo ayudar a quien no quiere ser ayudado?”, se preguntaba no hace mucho un radioyente de YSUCA. Aunque la pregunta parece retórica, expresa una inquietud de algunos sectores sociales. La cuestión implica la popularidad de Bukele, el argumento más importante para continuar en el poder, para mantener el régimen de excepción y, en último término, para consolidar la dictadura. Si la mayoría se siente a gusto con ella, incluso la deslumbra, la crítica y el reclamo están fuera de lugar. Todo lo hace bien y es bueno, y lo que no le sale bien, no es porque no quiera, sino porque fuerzas oscuras y perversas se lo impiden.
No todos son conformistas. El ser humano es constitutivamente inquieto. Muchos investigan y preguntan. No se dan por satisfechos hasta obtener una respuesta convincente. La inteligencia se subleva ante el error y la mentira. La dimensión ética reacciona indignada ante los costos materiales y humanos de los desaciertos del poder. El pago de la deuda consumirá la quinta parte del ingreso nacional y pasarán muchos años hasta que se reduzca a niveles tolerables. El peso de esta carga no recaerá en quienes ahora contemplan impasibles el derroche y la malversación, sino sobre sus descendientes, quienes, sin haber sido consultados, encontrarán reducidas sus posibilidades de desarrollo humano. Ellos sufrirán las consecuencias devastadoras de la deforestación, del desperdicio del agua y del irrespeto al medioambiente, disfrazado de progreso.
Los que no quieren ser ayudados se conforman con muy poco. Se contentan con que el régimen “haga algo”, casi cualquier cosa, y que lo haga “paso a paso”, es decir, a su antojo y no en respuesta a las necesidades apremiantes de la gente. El recibir migajas, mientras unos cuantos, vinculados al poder, acumulan capital, no los perturba. Son extremadamente comprensivos y complacientes con el poder. Es la actitud del resignado con la suerte que otros le han asignado. No pide ni reclama, se conforma con lo que le dan. Es la actitud del acomodado a la mediocridad.
Tristemente, el conformismo es generalizado. Pero el gobernante responsable debe ser mucho más exigente consigo mismo y sus funcionarios. Un mínimo sentido del deber lo compromete a hacer lo imposible para que los gobernados disfruten de un bienestar razonable, garantizado y viable.
Los conformistas y los mediocres se caracterizan por el negacionismo. Eligen negar la realidad para evadir la incomodidad de tomar en sus manos su destino. Ignoran que los usuarios del Hospital Rosales de la tercera edad y los enfermos crónicos peregrinaron de un sitio a otro por la desorganización gubernamental. Desconocen el desabastecimiento de medicamentos y la privatización del Seguro Social. Les parece normal que un tercio de los habitantes del área metropolitana haya estado una semana sin agua potable por falta de mantenimiento de las tuberías madre, a pesar de préstamos millonarios para garantizar el servicio. No es asunto suyo que los puestos renovados del mercado San Miguelito sean más caros, a pesar de lo prometido en la inauguración. Tampoco la crisis de internet en los centros de educación pública ocasionada por la deuda millonaria con los proveedores. No les interesa el paradero de los fondos de Cosavi ni la solidez de las pensiones. La lista podría alargarse.
Admitir estas realidades en el mejor de los mundos posibles les resulta desconcertante y motivo de angustia. Es así como quienes no se dejan ayudar, las rechazan sin más. El hecho de ser verificables, no los convence. Salen del aprieto atribuyendo sus penurias actuales a un pasado oscuro cada vez más lejano. Reconocer las tribulaciones del presente los sacaría de la ensoñación del enajenado.
Los negacionistas no solo rechazan la información, sino también la propuesta, la crítica y la protesta. Prefieren que otro decida y les ordene qué hacer. De alguna manera, los que no quieren ser ayudados son conscientes de que no tienen argumentos para refutar los señalamientos y las denuncias de los inconformes. Inseguros de sus certezas, descalifican y agreden al mensajero para intentar desautorizar el mensaje. El mensajero puede ser indigno, pero, sin análisis, no es razonable descartar el mensaje. Se engañan, pues el silencio del mensajero no necesariamente mata el mensaje. Otro se levantará para cuestionar, denunciar y condenar.
Vivir en un mundo de ensueño como la dictadura de los Bukele es más confortable que pensar, decidir y poner manos a la obra para comenzar a transformar la realidad actual en otra menos desigual. Vivir en la mentira es mucho más cómodo que desvivirse para hacer posible una vida digna para todos.
El negacionista acepta la vida tal como viene, se resigna con el destino asignado por otros y se consuela con los gozos celestiales prometidos a los sufridores del despojo, la opresión y la injusticia. El conformista y el negacionista constituyen una de las obras más logradas de la dictadura.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.